TMtuchos expertos educativos opinan que los docentes no utilizamos aún correctamente el recurso de la lectura de la imagen, pese al dogma universalmente admitido de su valor y de las mil palabras. A partir de ahí me voy a permitir hoy escribir un artículo muy personal, aun a riesgo de aburrirles.

Desde muy chica, fueron las palabras las que generaron en mi mente las correspondientes imágenes, --es lo que se llama imaginación ¿no?--, y todas aquellas historias que leía o me leían antes de dormir o convaleciente de las largas anginas que mi santa madre me obligaba a curar en la cama, las representaba yo ante mis ojos con sus protagonistas animados, sin haber visto antes una película y a veces sin que el libro llevara una sola ilustración. Allí, dentro de mi cabeza e inventados solo por mí, lloraron el lagarto y la lagarta, verdes, por supuesto con delantalitos blancos y sus lágrimas nunca fueron de cocodrilo sino muy reales. Tanto que la impotencia por la imposibilidad de encontrar su anillo de desposados, vocablo mucho más musical y poético que el vulgar casados, también me hacía llorar.

Mi madre era muy cantarina y a veces nos cantaba los cuentos. Por ejemplo, aquel de "Pepito conejo al campo salió, corre, corre, corre, desobedeció". Y allí corría en mi cerebrito el animal, nunca blanco sino pardo, enormes orejas y saltones ojos negrísimos, escapando siempre del cazador lejano.

Otras veces nos dramatizaba aquella maravilla de Pollito-pito, Gallina-fina, Gallo-caballo, Oca-Bicoca y Pato-zapato que iban a decirle al Rey que el cielo amenaza ruina. Y cuando llegaba esta parte ahuecaba la voz preludiando el desastre. Y era un gustazo.

¿Que por qué les cuento todo esto? Porque en la Biblioteca del instituto ha aparecido esa colección de cuentos de los años sesenta, descuajeringada y llena de ácaros, de páginas amarillentas y escasas ilustraciones en blanco y negro. Humildes y viejas páginas que custodian los mismos tesoros que me hicieron amar las palabras cuando las imágenes las inventábamos los niños lectores, para nuestro particular disfrute.