En mis tiempos mozos -hoy me toca el rol de abuelo Cebolleta- no había móviles, ni tabletas, ni consolas, ni nada que se le pareciera. La calle era nuestro escenario natural y en ella se desarrollaba, para bien o para mal, nuestro mundo. En casa me esperaban la merienda, los deberes y los payasos de la tele, pero muy dosificados. Todavía recuerdo con emoción cuando vi -con los catorce años correspondientes- mi primera película con un rombo.

Lo cierto es que de ese mundo de limitaciones no he salido con ningún trauma aparente y con espíritu crítico sobre la realidad. Todo eran privaciones entonces. Todo lo más que nos dejaban era tener gusanos de seda.

Cuando era niño, ser poseedor de una caja de zapatos con su par de decenas de gusanos era todo un privilegio y un orgullo. Me pasaba las horas viéndolos comer, limpiándoles amorosamente las hojas y -todo sea dicho- haciéndoles alguna ‘perrería’. Los gusanos enseñaban el proceso de la metamorfosis de algunos animales y tenía algo de magia esperar a que saliera la mariposa del capullo. Y eso eran nuestros ‘ordenadores’, lo que nos fascinaba entonces.

Estos días he vuelto a ver por los árboles de la ciudad de Cáceres una hoja de papel fotocopiado anunciando que se vendían gusanos de seda y un teléfono de contacto. Me ha alegrado tanto que he quedado con los vendedores (por wasap, eso sí) para comprarles 5 euros de gusanos con su correspondientes moreras.

Ahora tendré que variar mis rutas del colesterol hacia los parajes donde hay moreras para recolectarlas pacientemente y sin hacer ningún deterioro. Suelo aprovechar las hojas que el viento ha tirado al suelo para no tener que arrancarlas.

Durante unos días volveré a ser el niño de hace cuarenta años y seré feliz sin necesidad de estar atado a una máquina, de ser esclavo de aventuras virtuales. La diversión la tengo encerrada toda en una caja de zapatos. Refrán: Lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los humanos