Este mes azul, que huele a chimeneas y braseros, lleno de tardes que duran un chispazo, y de soles mortecinos que prometen nieblas, es el más adecuado para recordar a la muerte. El frío que acaba de empezar, la lluvia y el cambio de hora nos atontan, como si fuéramos zánganos expulsados del paraíso. Venimos de un verano que no acaba de irse nunca, sobrevivimos a un septiembre lleno de proyectos y aterrizamos en noviembre, un mes no mes, antesala de la parafernalia navideña, cola del otoño, lleno de días que languidecen enseguida.

Las tardes se llenan de sombras y se vacían de niños, y en ese rumor de parques cuajados de hojas secas, crece la certidumbre de lo caduco. Desde la ventana hemos visto cómo los árboles van quedando desnudos y cómo meses después, estallan en brotes verdes que durarán lo de siempre. Y no aprendemos. Y no queremos saber. Somos esto, nos cuenta noviembre, con su aliento paralizador. Y tú también eres esto, un pasar, un transcurrir, un soplo entre estaciones que seguirán existiendo cuando ya no existas. Da igual que te apresures, la vida dura lo que tiene que durar.

Disfruta de la primavera, del verano y del otoño, porque detrás de ellos, llega el invierno, y antes, estos días transparentes en que todo parece dormir; pero también como siempre, hacemos oídos sordos, y nos quejamos o refunfuñamos cada mañana cuando tenemos que dejar la cama y empezar el día, como si nuestros días fueran infinitos. Y en nada, apenas se enciendan las luces y los reclamos navideños, olvidaremos la muerte y nos lanzaremos a la vida. Inconscientes, olvidadizos de lo que somos, tan ingenuos, tan fieramente humanos.