Este lunes, Annegret Kramp-Karrenbauer, presidenta de la CDU, designada sucesora de Angela Merkel, presentó la renuncia a su cargo y, con ello, a tomar el relevo de su mentora. «Domina, non sum digna», debió pensar, tras la debacle de su imagen por no haber evitado que su partido votara de la mano de la ultraderechista Alternativa para Alemania en el pequeño estado federal de Turingia, para nombrar presidente a un político del FDP (derecha liberal) que había obtenido el 5% de los votos, quitándole así el gobierno al partido La Izquierda que había ganado claramente las elecciones.

Qué hay de malo en ello, pensarán algunos, pues en España, el PP estaría encantado de votar con Vox a un candidato de Ciudadanos para evitar que gobernase Podemos. Pero Alemania, desde hace mucho, es como el famoso ángel de Paul Klee interpretado por Walter Benjamin, que mientras es propulsado hacia el futuro por el vendaval de la Historia, tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Y el pasado dice que precisamente Turingia fue el primer land gobernado por los nazis, en 1930, y preparó el camino a la conquista de Berlín por Hitler, tres años después.

Durante años y años, nos han puesto a Alemania como a la alumna modelo, como hacía en el instituto mi profesor de Historia con un alumno, Bernardino (Berna para los amigos), cuyos exámenes nos leía en voz alta para enseñarnos como se deben hacer las cosas. Y lo peor de estos casos es que, al final, el alumno se lo acaba creyendo, piensa que lo tiene todo ganado, y no se adapta a las situaciones cambiantes. Recuerdo a otra compañera, que obtenía siempre sobresalientes, y que fracasó en la Selectividad, no pudiendo estudiar Medicina, como quería y pensaba que le correspondía. Berna, que comenzó el doctorado y hasta estuvo con una beca en EEUU, acabó de profesor de secundaria, lo que no está mal, pero tampoco es para tanto. Por otra parte, cómo no iban a poner a Alemania de modelo, con un paro del 3% que en muchas partes del país es inexistente. Y con un crecimiento que, hasta que comenzó la guerra comercial de Trump, se había mantenido en tasas envidiables durante década y media.

Pero los ricos también lloran, aunque sea por tonterías comparadas con los motivos de los pobres. La última vez que estuve en Alemania me sorprendió que el debate político se centrara sobre la conveniencia o no de medidas como un impuesto sobre la carne o limitar los vuelos permitidos a cada ciudadano a tres al año. Claro que hasta los Verdes terminaron por recular, prometiendo no «quitar a los alemanes las vacaciones en Mallorca» ni prohibir las salchichas, pues si a un alemán le quitas la barbacoa en verano y tampoco puede ir a la playa, para qué quiere vivir ya.

A mí, que viví cinco años en Alemania, en la época de Schröder y su gobierno rojiverde, ese país me resulta cada vez menos interesante, más aburguesado y con más miedo al futuro que ganas de encararlo. Y me temo que podemos estar ante la calma que precede la tempestad. Durante 15 años, Merkel, que no tiene hijos, se comportó como una gran madre para los alemanes: partidaria de la energía nuclear y de la política exterior norteamericana, se hizo detractora de ambas causas cuando vio que no eran populares. Y, si de puertas afuera mostró el rostro de la austeridad, en su país hizo una política casi socialdemócrata. El SPD, en su espiral autodestructiva, no forjó una alternativa, que surgió por la extrema derecha. Quizás los Verdes pudieran abanderar el cambio necesario. Lo queramos o no, por su peso demográfico y su situación geográfica, ningún país influye tanto en el continente europeo como Alemania. Esta es como una de esas personas aparentemente muy equilibradas pero que, cuando pierden los nervios, pueden resultar terribles.

*Escritor.