THtablar de Europa supone afrontar la materialización de un sueño, de una ambición deseada durante siglos en la que los europeos nos reconocemos y estamos embarcados desde hace más de 50 años. El Tratado Constitucional que se somete a referendo el domingo próximo es un paso más en la consecución de ese sueño, una nueva plasmación del anhelo europeísta que describió con gran acierto Robert Schuman en 1950: "Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto. Se hará gracias a realizaciones concretas".

Desde entonces, una tras otra esas realizaciones han ido articulando un proyecto coherente basado en la experiencia común. Un proyecto sensato, progresivo, fundado en equilibrios sutiles e integradores, que ha sido capaz de emitir una longitud de onda con la que han sido sintonizando armoniosamente todos sus Estados miembros, sin interferencias distorsionadoras ni, por supuesto, exclusiones.

La Europa que se viene construyendo desde hace cinco décadas ha sido capaz de materializarse gracias a esa "fusión de intereses esenciales" de la que hablaba Jean Monnet . Los intereses que, precisamente, vuelven a cobrar forma plástica en el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa de la mano de esa Unión de los Estados y de los Ciudadanos que tratamos de ver hecha realidad lo antes posible.

¿Cuáles son esos intereses? Los mismos que movilizaron a los fundadores a promover un destino común para Europa tras la experiencia fratricida de las dos guerras mundiales; los que se dibujan en el preámbulo del Tratado y que reflejan una Europa que se reconoce a sí misma en la tradición de libertad, de una sociedad abierta y plural, una sociedad edificada sobre la Modernidad y la Ilustración.

Una Europa dispuesta a desterrar definitivamente la violencia; a orillar la mitología artificial de las identidades colectivas; a proscribir la intolerancia, venga de donde venga.

El preámbulo del Tratado describe a Europa como una vivencia responsable de ser diverso, una "gran aventura que hace de ella un espacio privilegiado para la esperanza humana". Esta palabra, esperanza, es la entraña misma del suelo europeísta que nos moviliza a los europeos desde que comprendimos a dónde nos conducían las furias del pasado. Es la ilusionante vocación de vivir unidos, de aprender de la tragedia a la que condujo aquella otra Europa que se volvió contra sí misma y, por supuesto, del deseo de superarla renaciendo de sus cenizas, tal y como aventuraba tempranamente nuestra María Zambrano cuando en plena Segunda Guerra Mundial decía que aquella Europa que agonizaba en los campos de batalla era "tal vez lo único en la Historia que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar".

Pues bien, nuestro es, por tanto, una reafirmación de la Europa renacida entonces y que, ahora, transcurrido medio siglo de experiencia modélica afronta nuevos retos, nuevos desafíos y responsabilidades. Me estoy refiriendo, claro, a una Europa que tiene ante sí la necesidad de formular iniciativas de interlocución con problemas como la seguridad, los avances tecnológicos, la globalización, los flujos migratorios, la mejora de la educación, el racismo y la xenofobia y, por supuesto, esa lacra silenciosa que es la exclusión social y la insolidaridad. Es más, su aliento de materialización no se detiene ni puede detenerse.

La Europa que viene ha sido capaz de asumir ese "Occidente secuestrado" --en palabras de Milan Kundera -- que iba más allá del extinto telón de acero y ahora tiene por delante el desafío de encontrar un escenario de encuentro con quienes desean compartir con Europa sus valores y su forma de vida.

Europa tiene por delante una etapa crucial de su desarrollo. Tiene que pensar cuál es su papel en el mundo que nace del derribo del muro de Berlín y los nuevos desafíos del siglo 21. Es una Europa que ha dado un salto enorme en su dimensión. Es un proyecto que aglutina a 25 estados, que agrupa a 450 millones de ciudadanos y tiene que seguir pensando cómo formula su convivencia diversa sin tensiones que comprometan su modélica prosperidad y su envidiable estructura de solidaridad, progreso y bienestar sociales.

Pues bien, nuestro a Europa es un compromiso europeísta con una arquitectura institucional al servicio de la libertad, la democracia, la igualdad, la solidaridad y el estado de Derecho. Es un compromiso con la nueva Europa: con ese proyecto que se puso en marcha hace medio siglo y que sigue profundizando en sí mismo, que sigue aspirando el futuro.

Por eso, el Partido Popular pide el voto favorable a esta Constitución en el referéndum del próximo domingo: porque nos reconocemos en el sustrato intelectual que sustenta un texto en el que hemos participado decididamente en su redacción a través del Partido Popular Europeo, la formación política mayoritaria en Europa y sin la cual no podría entenderse el proyecto europeo desde los orígenes que ya he mencionado.

Digamos a Europa y hagámoslo con energía, con generosidad. Digamos a Europa y sigamos así haciendo posible el sueño de una Europa unida en torno a una civilización humanista que hace de la persona y su dignidad el centro de su vocación, de su existencia. Digamos a Europa y hagamos de este modo posible que se siga concretando su realidad con un nuevo paso, éste aún más decisivo que los anteriores. Soñemos el próximo domingo Europa con nuestro , porque de este modo podremos seguir dando forma al retrato europeo que perfiló nuestro Salvador Madariaga al mismo tiempo que nacía la Europa que ahora se refunda apostando por la continuidad de su futuro.

* Presidente del Partido Popular.