Nada hay más estéril que culparnos unos a otros de lo que sucede en España con una parte de los adolescentes y jóvenes. Reconozcamos la problemática, despojémonos de etiquetas y siglas y, de una vez por todas, pongámonos a buscar soluciones para que tanta conducta indeseable desaparezca. Tenemos la obligación de proteger a nuestros chicos, por supuesto. Pero el modo de hacerlo, hasta ahora, no ha sido el correcto. Los mensajes que les han llegado a través de las palabras y los hechos los han conducido a introducirse en una burbuja en la que sólo respiran derechos, libertades e impunidad. Un peligroso cóctel para quienes deben recorrer un largo camino hasta convertirse en adultos y ciudadanos portadores de valores democráticos y humanos. Porque ¿de qué sirve la libertad sin responsabilidad ni madurez para ejercerla? ¿Qué resultado podemos obtener de un ser al que le dotamos de todos los derechos sin exigirle ningún deber ni obligación? ¿Qué conducta esperamos de un chico que haga lo que haga se sabe impune? Las respuestas son evidentes. Tiranos que maltratan a sus padres de quienes sólo pretenden dinero y servidumbre. Insensibles que disfrutan extorsionando, vejando y apaleando a compañeros, que impiden impartir clases, que consideran al profesor la diana de sus improperios, que encuentran divertido burlarse de un anciano, de un discapacitado y que acaban la noche de copas quemando a una ciudadana indigente o violando y matando. Hemos tomado las ideologías y las creencias como sustitutos de los valores esenciales, los que cualquier persona de bien puede y debe asumir. Hemos confundido a los chavales. Los hemos desheredado de una escala de valores que les sirviera de referente, que informara sus comportamientos y sus relaciones con los demás. El ministro de Educación ha manifestado que algo sucede en la sociedad, que los valores están dislocados. No, señor ministro, no están dislocados, simplemente no existen.

Ana Martín Barcelona **

Cáceres