La tragedia es mercancía de primer orden para unas televisiones sedientas de psicodrama. El prestigio social de la víctima, que es un asunto que no tiene que ver con la solidaridad ni con el compadecimiento, tiene un proceso de formación cartesiano. Primero es el presidente del Gobierno quien recibe a los más cercanos miembros de la familia damnificada: reunión amable en la Moncloa sin conclusiones precisas, que además son imposibles. La foto tiene un valor incalculable para el márketing del futuro. De allí a una procesión por las teles, donde el perfil de la tragedia se politiza en la forma de pedir penas más duras al calor de los detalles de la hija desaparecida o de la paliza recibida. El rigor se disuelve en el primer empeño.

Y entonces, con el populismo en fase de expansión, los políticos empiezan a otear el beneficio que para su partido tiene la explotación del dolor de la víctima desde unos parámetros que la cobardía del partido respectivo no les permite impulsar; por eso se escudan en el sufrimiento de la víctima y en la opinión de la calle. La víctima reclama y el partido solo hace caso al clamor popular. A continuación, quien ha tenido un instante heroico o ha asumido su propia tragedia con entereza, pasa a ser referente legislativo del problema sufrido. De esta forma, el padre de una niña desaparecida se convierte en asesor penal del partido en la oposición para ayudar a redactar el nuevo Código Penal, mucho más duro. Como no está establecido que una reacción noble frente a una injusticia concreta esté sustentada en unos valores intelectuales sólidos, el defensor de una mujer maltratada puede terminar pidiendo la disolución de la democracia.

¿Qué hacemos ahora con los héroes que hemos fabricado en la Moncloa y en las televisiones basura? ¿Cómo explicar que la tragedia no garantiza un propietario demócrata o inteligente? Es sencillo: las víctimas, en cuanto tales, tienen razón en la expresión de su dolor, pero nada más. El resto de la culpa es de los creadores de estos Frankenstein del dolor sufrido. Ya no nos permiten héroes tranquilos, capaces de evitar su utilización. La sociedad de la información absorbe el dolor y lo convierte en mercancía.