La holgadísima mayoría cosechada en el Parlamento Europeo por la nueva Comisión, presidida por Ursula von der Leyen, corrige la sensación de relativa debilidad que dejaron los solo nueve votos de mayoría que obtuvo en su día la exministra de Defensa de Alemania. Los 461 votos a favor del colegio de 27 comisarios que ha comparecido ante la Eurocámara frente a los 157 en contra cohesiona la mayoría constituida por populares, socialistas y liberales, empequeñece la repercusión de anormalidades como la decisión del Reino Unido de no designar un comisario y da por superada la crisis de confianza provocada por la no aceptación de hasta tres candidatos, con el consiguiente aplazamiento al 1 de diciembre de la activación del nuevo equipo, un mes después de lo previsto.

Al salir de la provisionalidad inherente a todo relevo de Gobierno, la Unión Europea se encuentra en condiciones de afrontar los grandes y graves desafíos que le plantea el futuro. Al margen del dosier del brexit, de por sí complejo, y del enfriamiento de la economía, el próximo quinquenio será determinante en al menos tres aspectos: la conclusión de la unión bancaria, económica y monetaria, la transición ecológica, responsabilidad de Frans Timmermans, y la llamada digitalización del continente o agenda digital, a cargo de Margrethe Vestager. Se trata de tres capítulos que requieren de dosis reforzadas de continuidad en las políticas -Timmermans y Vestager la aseguran- y de nuevas cesiones de soberanía de los estados a las instituciones europeas, algo que cada vez topa con más resistencias, sobre todo en el centro y el este de Europa, pero que es ineludible para que la UE actúe como una potencia global en condiciones equiparables a las de sus competidores.

Una influencia europea efectiva a escala planetaria y en todos los ámbitos depende en gran medida de mantener la cohesión interna. Sin ella es imposible una auténtica política exterior común -sometida siempre a la regla de la unanimidad- para contrarrestar las maniobras encaminadas a debilitar la UE procedentes de Estados Unidos, Rusia y China y para que tenga eco la voz de Europa en periodos de crisis e incertidumbre. Cuando Von der Leyen subraya el papel que debe desempeñar José Borrell como alto representante no hace más que evocar la necesidad de acabar con la imagen de inoperancia proyectada demasiadas veces por el club europeo en momentos cruciales.

La ejemplar unidad de acción exhibida por los Veintisiete durante el brexit debe ser la pauta. El objetivo de «promover la forma de vida europea» debe entenderse como la exigencia de salvaguardar los valores esenciales del Estado del bienestar, la lucha contra la desigualdad, la cultura del multilateralismo y la disposición a gestionar de forma organizada y segura los flujos migratorios. Nada de todo ello puede ser desatendido por la Comisión que echa andar ni soslayado por los estados, que con harta frecuencia desdibujan los propósitos de las instituciones comunitarias y contribuyen a erosionar el vínculo entre Bruselas y los ciudadanos europeos.