No podía ser de otro modo: el esperado advenimiento de una nueva política iba ir acompañado de las formas propias de una nueva cultura. Una disrupción de este calibre (no me atrevo a definir cuál) suponía que se acabaría imponiendo una cultura inherente. Tomando el concepto en un sentido holístico, es tanto como decir que el nuevo régimen se funda y crece sobre los terribles errores del antiguo, enterrados porque son incoherentes para la cultura naciente.

Lo nuevo siempre es mejor. Ese era el eje de una divertida discusión entre dos amigos en una sitcom que veía hace tiempo. Ese desencuentro, de barra de bar (que son los más profundos), no llevaba a ningún lado. Como casi todos. Si acaso a la breve impresión en los amigos de que la frase no era cierta: lo nuevo no es mejor ni peor por naturaleza. Es simplemente distinto.

La «nueva política» no fue fruto del típico dardo de un periodista avezado ni ese lugar común que los adversarios usan sin ocultar su tono despectivo. Para nada. En nuestro país, la nueva política --transversal, indignada, multi-ideológica-- se otorgó solemnemente la identificación. Suponemos que, entonces, era algo que les orgullecía y que servía de carta de presentación. Nadie se pone apodos que no le gustan (aunque sea un poco); que otros te lo endiñen ya es otro cantar.

Esa novísima corriente (como los poetas) engendraba una forma mejorada de hacer las cosas. Requería un acto de fe, porque no había pruebas que sustentaran su originalidad. Ahora, tempus fugit, ya las tenemos sobre la mesa.

La conclusión es sencilla: la nueva cultura es un remedo de la antigua, solo que instrumentalizada. Lo que muestra es una cultura que tiene dos caras, una escondida en la otra. Pero que no son más que las dos caras de una misma moneda. Como el Harvey Dent de Batman, que actúen de una forma u otra no es casual: sólo un paso en una u otra dirección.

Parece claro que la nueva política vive anclada en una cultura de los gestos. Han comprendido que la verdad es adúltera, esquiva, y sumamente manipulable. O eso creen. Y no dudan en usarla a conveniencia. Por eso no importa que hayan cerrado los centros de ayuda a los desahucios, porque hay aún pero no los suficientes como justificar la existencia de un organismo enteramente dedicado. Por eso los niños desnutridos del Madrid post-Gallardón siguen donde estaban: en la maquinación de quién necesitaba ponerlos en el imaginario colectivo.

Es esa forma en lo que lo democrático es un valor supremo, pero si lo entendemos en el plano de la nueva política. Por eso, que unos diputados salgan por la puerta por la que siempre salen es una provocación frente a unos manifestantes que, en un acto de valor cívico, piden rodear la soberanía nacional porque no responde al pueblo. Pero si en vez de ser unos pocos los que acuden, son millones desfilando por las calles de Caracas pidiendo un referéndum revocatorio, hablamos de un golpe de estado.

Me da por pensar que esta cultura de las formas, de ponerles etiquetas a todo es, en verdad, el trasfondo de una cultura. Una cultura del ruido, de la rabieta, de la queja como fin y no como medio. Porque si no, es difícil entender que, con un gobierno como el de la capital Madrid en las manos, sólo hayan conseguido reclamar un aumento del gasto, sin ni siquiera haber ejecutado el 50% del presupuesto que gestionan. Y apuntándose una reducción de deuda que, primero, es del anterior equipo de gobierno, y segundo, es obligatoria por ley. El precio de la incoherencia hace mucho que han accedido a pagarlo, ufanamente.

Pero ellos lo saben: la verdad no importa frente a lo viral. Lo importante es el titular, no el contenido. Lo relevante es que mientras estás cayendo, todo va bien. El único momento complicado es, claro, cuando te estrellas.

Por eso, se permiten saludar a quienes atentan. Por eso, acusan de connivencia con los poderes económicos al resto de políticos, convirtiéndolos en lo que en su lenguaje (también nuevo) no es menos que cómplices de espoliadores y asesinos.

Porque hay otra cara de esa cultura de las formas: es la cultura del odio. Del enfrentamiento, del «nos tendrán enfrente», de olvidarse de cortesías, de profesar sin reparo un desprecio absoluto a quienes no piensan como ellos. Una nueva (in)cultura, gruesa, propagandística, autoritaria. Con nosotros… o en contra.

«Así es como termina el mundo, no con una explosión, sino con un lamento». (T. S. Eliot).

*Abogado. Especialista en finanzas.