Una de las ventajas con que cuenta el statu quo es la incapacidad de la mayoría social para imaginar que las cosas podrían ser distintas de como son. Para que algo acabe siendo real primero ha de ser imaginado, y una de las tareas a las que dedica más recursos el poder es a incapacitarnos la imaginación: no nos forma para ello, no nos deja tiempo libre suficiente y nos inocula el miedo al cambio.

De todas las transformaciones inimaginables, quizá la más quimérica parece la transformación del propio poder: de su naturaleza, de su estructura y de su ejercicio. Del mismo modo que durante siglos se dio por hecho que la esclavitud era natural, y de la misma manera que hasta hace poco se sobreentendía que las mujeres debían supeditarse a los hombres, ahora y siempre se ha dado por hecho que el poder es lo que es, es como es y se ejerce por quien se ejerce y como se ejerce. Como todo lo demás, puede cambiar. Pero primero hay que imaginarlo.

Hay que comprender que el poder es antropológicamente el núcleo duro de la política y que su ejercicio resulta algo tan relevante que incluso cambia físicamente el cerebro de quien lo ejerce. Es decir, que cuando decimos intuitivamente que tal o cual persona «no es la misma» desde que tiene poder, es que realmente su cerebro ya no es igual.

El neurólogo Peter Garrard es uno de los expertos que han estudiado este asunto, y asegura que «ejercer el poder altera nuestra neuroquímica; la degrada de forma más profunda y persistente cuanto mayor y más duradero es ese poder; y del todo si carece de límites». Al mismo tiempo, quien obedece acaba padeciendo el llamado «síndrome de Hibris» lo que provoca, entre otros catorce síntomas, que «cree más en lo que supone que ve su líder que en lo que ven sus ojos, compartiendo así su delirio; a veces anticipándose a él y siempre reforzándolo».

Parece evidente, pues, que el poder, tal como se estructura en la actualidad, es pernicioso tanto para el que lo tiene como para el que lo padece, pero nadie parece querer imaginar que las cosas podrían ser de otro modo. Las investigaciones de Garrard y otros muchos científicos nos obligan a imponer un primer criterio sobre la transformación del poder: su limitación.

Ya he propuesto en varias ocasiones y en distintos foros que nadie debería poder detentar poder durante más de doce años en total. Hay quien defiende que deberían ser menos y hay quien introduce matices en función de qué tipo de poder se trate. En España parece que se tiende a limitar a ocho años algunos mandatos, pero esta decisión sigue estando al arbitrio de lo que decida en cada caso un pequeño grupo de personas. Yo creo que debería tratarse de una legislación internacional de obligado cumplimiento, y no solo para la política, de modo que nadie pueda ocupar espacios de poder durante más de doce años, consecutivos o no.

Además de limitar el poder, es necesario racionalizar su ejercicio. No puede consistir en acumular horas interminables de trabajo, ni en perder horas de sueño irrecuperables, ni en destrozar familias por ausencia, ni en la apertura de una brecha insalvable entre quien tiene el poder y quien no lo tiene. Es imperativo que el ejercicio del poder se parezca lo más posible a un trabajo más. Estamos acostumbrados a ver líderes cuyo pelo se cubre de blanco a los pocos años de empezar a mandar, que les tiemblan las manos o todo el cuerpo, o que aparecen emocionalmente destruidos ante la opinión pública. Lo vemos normal, pero no debería ser normal. El deterioro de las condiciones físicas y psíquicas de quien dirige nuestros destinos es también el deterioro de nuestros destinos.

Ya sé que ahora casi nadie imagina que el poder puede ser distinto. Pero también sé que debe ser distinto. Debe limitarse, debe racionalizarse, debe redistribuirse, debe normalizarse, debe compartirse, debe simplificarse, debe desacralizarse. No estamos condenados a este poder, como no estábamos condenados a la esclavitud ni al machismo ni a los monarcas absolutos ni a permanentes guerras interminables ni a tantas cosas que nuestros ancestros creyeron imposible cambiar porque no fueron capaces de imaginarlas distintas. Pero finalmente cambiaron.