La histórica visita de Richard Nixon a China en 1972, la primera que llevó a cabo un presidente estadounidense, fue una demostración del más puro pragmatismo en un mundo que ya estaba dibujado por la guerra fría. La que ahora realiza Barack Obama al gigante asiático tiene también su primera razón de ser en el pragmatismo, pero de ella saldrá el dibujo de un nuevo orden en el que se reconocerá a China el papel de gran potencia, y al Pacífico, ser el nuevo centro de gravedad del siglo XXI.

Antes de pisar territorio chino, Obama dejó bien claro que considera aquel país tanto un socio vital para el desarrollo de Norteamérica como un competidor. No es ningún secreto que en esta coyuntura económica y política tan complicada EEUU necesita a China para resolver muchos de sus problemas, ya sea la amenaza nuclear que representan Corea del Norte e Irán, países con los que el Gobierno de Pekín mantiene provechosas relaciones comerciales, o la estabilidad financiera para superar la crisis global. China es el mayor comprador de deuda pública estadounidense, que constituye la parte más nutrida de sus reservas financieras.

Sin ni siquiera haberse iniciado el encuentro entre Obama y Hu Jintao, los dos países ya pusieron de manifiesto la sintonía que hay entre ellos y el peso determinante de esta relación, --que algunos ya denominan con un nombre significativo: G-2--, cuando acordaron desactivar la futura cumbre de Copenhague sobre el cambio climático que debe reunirse el próximo 7 de diciembre. China y EEUU son los mayores contaminadores del mundo y sin su contribución no es posible alcanzar un acuerdo destinado a reducir las emisiones de dióxido de carbono.

En esta relación, que va más allá de una normal relación bilateral, quien más necesita del otro es EEUU: es el socio débil. Por esta razón, a Obama le ha correspondido la parte más difícil en este encuentro. Ha tenido que hacer de funambulista al defender los intereses de su país para obtener resultados concretos sin que en casa le puedan echar en cara haberse sometido al dictado de Pekín. El presidente estadounidense ha debido echar mano del pragmatismo que define las relaciones exteriores de su Administración. Antes de que iniciara su periplo asiático, la Casa Blanca ya había soslayado temas que molestan a Pekín, como el Tibet, Taiwán o las minorías étnicas. Sin embargo, el pragmatismo no ha impedido que el presidente hiciera una defensa de los derechos y las libertades fundamentales al recordar que se trata de valores universales. Ciertamente, la audiencia a la que se dirigía no eran las autoridades chinas, pero los estudiantes que le escuchaban le permitieron salvar la cara en este espinoso asunto.