Es probable que el grueso de los argumentos más importantes en relación con el caso de Svetlana , la mujer asesinada por su antiguo novio tras aparecer en el programa de Antena 3 El diario de Patricia , ya hayan sido planteados. Pero quizá precisamente por ello sea este un buen momento para hacer alguna consideración respecto a dimensiones menos llamativas del asunto que, abordadas en caliente, a muchos lectores les hubieran parecido del todo secundarias, cuando no irrelevantes.

Hay algo en la lógica profunda de funcionamiento de este tipo de programas que merece, sin duda, ser analizado. Estamos ante un género televisivo que se rige por una serie de reglas o normas no escritas, que usa una determinada materia prima para, tras someterla a un tratamiento específico, obtener un producto bien concreto. La materia prima de la que se nutren tales programas es --al margen de la necesidad de tantas gentes (la infortunada Svetlana probablemente esperaba la sorpresa de encontrarse con algún familiar ruso)-- un anhelo de visibilidad muy extendido en nuestra sociedad.

XSIN NINGUNx género de dudas, muchísima gente prefiere esa particular patología de la visibilidad que es la fama a la riqueza. Hasta el extremo de que abundan quienes consideran bichos raros a aquellos que, poseyendo una enorme fortuna, renuncian a la más mínima notoriedad pública, como en su momento era el caso de Amancio Ortega , dueño de Zara. En cuanto al tratamiento, ¿qué decir de nuevo respecto a la forma que ha adoptado en este caso el viejo principio según el cual el fin justifica los medios, poniendo el engaño y la manipulación de los sentimientos al servicio del espectáculo y la máxima audiencia? ¿Acaso hay alguna diferencia de fondo entre semejante conducta y la, tantas veces criticada, de la policía de algunas ciudades norteamericanas induciendo al delito para poder detener a continuación al sospechoso? En ambas, todo vale --incluso el peor mal-- para obtener un presunto bien.

Pero detengámonos un instante más en esto último. La justificación en la que se escudan tales programas (y no solo El diario de Patricia , ni solo la cadena que lo emite, por cierto) es el supuesto buen fin que promueven (en este caso, el restablecimiento de una relación de pareja). Pues bien, parece obligado preguntarse: ¿tanto manda sobre todos nosotros un cierto formato narrativo? O lo que es lo mismo: ¿tan fuerte y generalizada es la expectativa del final feliz, entendido además de una determinada manera? ¿Por qué, según parece, cuesta tanto aceptar que la felicidad puede pasar por el rechazo, por el final de una convivencia indeseable? ¿Por qué la gente no rompe a aplaudir cuando una mujer dice "no quiero volver contigo: eres una mala persona que me hacía la vida imposible"? La pregunta tiene mucho de retórica, en la medida en que la respuesta es conocida: además de tener interiorizado el signo que debe adoptar el desenlace, el público que asiste a estos programas se ve inducido y exhortado por regidores, cámaras y otros colaboradores del programa a aplaudir tras determinadas reacciones y no tras otras (tras las que se les anima a un "ohhhh", decepcionado).

De este dato al menos habría que extraer una doble lección: la primera, referida a la responsabilidad de unos medios que, con independencia de que en este caso pudieran haber actuado con mayor cuidado (no invitando a un individuo que ya acumulaba antecedentes penales y órdenes judiciales de alejamiento), se dedican sistemáticamente a lo que podríamos llamar la pedagogía de la reconciliación, como si esta fuera, en cualquier situación, un óptimo, un bonum indiscutible, un fin en sí misma.

Lo que lleva a la segunda lección anunciada. Probablemente deberíamos reparar más en la influencia que tienen sobre las personas estas pequeñas cápsulas de ideología, estos ideologemas de apariencia insignificante, casi banal, en vez de estar tan pendientes de las grandes y sonoras afirmaciones ideológicas de según quienes. Contribuyen más a perpetuar una imagen obsoleta de la familia este tipo de actitudes o las tópicas declaraciones de cualquier famosillo de tres al cuarto hablando de una determinada manera de su mujer y sus hijos (como el espacio de la genuina felicidad y de la plenitud personal) que mil solemnes pronunciamientos doctrinales de la Conferencia Episcopal.

Una última palabra referida al producto obtenido. Desafortunadamente, a estas alturas de proliferación de la televisión-basura, hasta el más ignorante está al cabo de la calle y sabe que resulta muy difícil que alguien (especialmente si es mujer) pueda soportar la enorme presión que significa una solicitud de reconciliación en público. Pero este es un juego de alto riesgo, extremadamente parecido a la práctica del aprendiz de brujo: la contrapartida de tan desmesurada presión en una dirección es que el que la promueve no se encuentre en condiciones de soportar la posibilidad de que se vuelva en su contra, y viva el rechazo como un auténtico linchamiento público en el plano simbólico, como una ofensa en toda regla a su honra, y reaccione con una incontrolada explosión de violencia. No tiene nada de extraño: quien, como decíamos, cifra tantas expectativas íntimas en una aparición televisada, difícilmente puede soportar la retransmisión en prime time de semejante humillación.

*Catedrático de Filosofía