Hubo un tiempo en que solo de ciento en viento se me moría un amigo. Así pasaron dos décadas y creo que solo se me murieron tres. Una de refilón y los otros dos en la carretera. Por supuesto, se morían otros, pero los viejos no cuentan (al menos no contaban). Era lo suyo, que se murieran. Eran muy viejos. En aquellos años, casi todos los que se morían eran viejos, muy viejos.

Cuando se leía la prensa en papel, años de domingo, prensa y pasteles, mi padre hurgaba a diario en las esquelas (del diario). Entonces la gente se moría con la esquela a cuestas. Ahora medio se incinera, casi sin esquela, en secretillo. Entonces morirse era algo grande: esquela y misón (misa grande y a reventar). Ahora los tanatorios lo han prostituido todo.

Hurgar en las esquelas era una afición que, por aquellos años, reputaba (yo) malsana. Era joven, y aún más ignorante que hoy. Ya saben ustedes aquello de: desprecia cuanto ignora. Y yo ignoraba lo que había detrás de las esquelas, de los muertos y, aún, de la vida.

De ciento en viento se vino el presente y me fui muriendo en todos los que se me fueron muriendo. Esto es un sinvivir. Los viejos que se me mueren no los tengo por viejos. Tal vez sí como viejos amigos, pero no viejos. Y ya no hurgo en las esquelas porque se va muriendo también tan sana costumbre. Pero lo cierto y verdad es que los higos ya son brevas y ellos, mis muertos, no las verán.

De joven, en mi agenda de papel, conservaba los números de teléfono de aquellos dos amigos muertos. Mis primeros muertos... Y ver, allí, en la agenda, pasados los años, con una caligrafía que ya no reconocía siquiera como mía, sus nombres, sus números, me hacía recordar... y recordarles me provocaba cierto goce íntimo. Ahora ya no. Ya no conservo los números de los muertos en el teléfono móvil. Me da grima. Sospecho que por error pudiera marcar su número y que les pondría en el apuro de contestar allá en donde tengan a bien echar el rato. Ahora borro sus números porque van siendo muchos y me amargan el día.

Y vuelvo a la historieta de la anciana que cada día veía, tras los visillos de su mirador, desfilar a los soldados de reemplazo; esa que decía: «cada año son más jóvenes los quintos». Mira tú por dónde,... ahora los muertos se me antojan lozanos y frescos como las flores con que los adornan.

Envejecer es ir quedándose sin testigos. Ese momento patético en que empiezas a dudar que quede con vida quien vivió tu vida contigo. Supongo que los últimos en morir padecerán cierto, lúgubre y desesperado, exilio interior, sin nadie con quien compartir los recuerdos (si los tuvieran).

Y lo más triste de todo es cuando te preguntan por fulano o por zutano, compañeros de correrías, de cuando antes de los higos, las brevas, los cientos y los vientos,... y no sabes a ciencia cierta si están vivos o muertos. Simplemente no lo recuerdas,... ¡se muere tanta gente joven!

¿Está vivo Carl Perkins? Por míster Blue suede shoes hubiera dado la vida a mis veinte años. Tuve que consultarlo. Lleva ya muerto otros veinte. ¡Veinte años de nada! El tiempo se acelera con los años (los años que cada uno lleva a la espalda). Ahora se ha muerto el Gordito Dominó. Suena Blueberry Hill... No sabía que aún estuviera vivo. Y Pinito del Oro. Y Fernando Masedo. El pasado sábado dejamos sus cenizas sobre el albero del coso del Cerro de San Albín. Yo también quiero que mis cenizas las pise el toro. Toro, eternamente joven, eternamente dios. Vivir y morir: «Un grano de alegría, un mar de olvido». De ciento en viento.