XHxace tiempo que tenía pendiente un artículo para una chica que se llama Danuta. Aunque nunca la conocí, he visto muchas veces su rostro moreno y sus labios de princesa árabe reflejados en los cristales de un viejo tren de cercanías, o he mirado casi a escondidas su nuca blanca en el asiento contiguo de uno de esos autobuses que insuflan sangre proletaria a los centros de las ciudades.

Le debía un artículo desde hace siglos, desde que salí de casa por primera vez, allá por el año ochenta, a la busca y captura de un algo que diera lustre a mi vida por calles atiborradas de gente extraña de ciudades con nombres literarios; pero donde sólo encontré el consuelo de estas pequeñas presencias embelesadas en sí mismas.

Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Coruña, Cáceres, por donde quiera que iba, siempre acababa encontrándome con esa chica morena que enarbolaba su sonrisa como quien despliega una pancarta con una reivindicación urgente, custodiada por dos ojos inmensos.

Yo las miraba en silencio, sin atreverme jamás a dirigirles una palabra, un saludo, un gesto que dejara en evidencia el deseo desmesurado que sentía mi alma por acercarse a ellas y mostrarles mi admiración por sus manos casi niñas, por ese pelo tan negro como una porción de noche rezagada sobre el que el rocío de la primera ducha de la mañana había dejado un perfume inconfundible a mujer madrugadora y hacendosa.

Nunca logré decirles lo que sentía por ellas, a los tímidos se nos va la lengua por los ojos. Pero yo las amaba cuando era joven, y las sigo amando todavía.

Las he admirado en silencio, como a un rayo de luna becqueriano.

Muchas mañanas de muchos días siento nostalgia de ese tren primerizo donde se sientan ellas. Mujeres casi recién estrenadas, niñas en flor a las que ilumina la frente la ilusión del primer trabajo, ninfas ensimismadas en no sé qué misterios siempre inaccesibles a los hombres.

En ocasiones viajan solas con su bolso y uno daría cualquier cosa por saber qué llevan dentro; pero entonces son como estatuas de carne que pasan los ojos sobre las páginas de un libro o miran al horizonte con seriedad de diosas.

Sin embargo, cuando están acompañadas, suelen reír, y su risa ha sido para mí en todo momento como el repicar de la campana de un barco lejano llamándome a un viaje que ahora sé que nunca realizaré.

Hace tiempo que le debía este artículo a esa mujer que se llamaba Danuta y a la que jamás he dirigido una palabra.

Ni siquiera sabía que ese era su nombre, sólo tenía la certeza de que su cara, sus manos, su sencilla presencia han hecho mi vida más amable y llevadera. Y hoy he visto su rostro en el periódico y he descubierto que se llamaba Danuta, que tenía veintiocho años, que era modista, que había nacido en un pequeño pueblo de Polonia, que el infortunio la empujó hasta una estación de tren de cercanías en Alcalá de Henares.

He sabido, por fin, que tu nombre era Danuta, pero también Eva y Teresa y Marión y Pilar, que tenías tantos nombres como rostros, que todas las mañanas tu mala suerte de niña humilde te obligaba a coger un tren que te llevase hacia tu destino de hilos y algodones, acaso sólo para regalarnos a los que sabíamos mirarte ese sueño lírico que ibas derramando en cada bostezo.

Pero han bastado un puñado de asesinos, incapaces de entender que tu sonrisa es la sal de la tierra, para cercenar de un golpe brutal tu blanca frente.

Han dejado el mundo lleno de ausencias y a tu bolso desangrándose para siempre en un andén calcinado de mi corazón.

*Escritor