Imaginaos que fuera un tirano y os amenazara con la muerte si no os arrodillarais a lamerme los zapatos. ¿Qué haríais? -les pregunto a mis alumnos-. Aunque la mayoría confiesa que me los lamería con el mayor esmero, siempre salen unos pocos provocadores dispuestos a jugarse la vida y mandarme al diablo al tirano y a mi. Propongo entonces pagarle una buena suma al rebelde que deje de serlo -todo el mundo tiene un precio, dicen-. Pero de nuevo aparece una peligrosa minoría que afirma que no se vende -ni por todo el oro del mundo, dicen-. ¿Qué hacer entonces para que me obedezcan sin excepción?

El poder es la capacidad para hacer que los demás se conformen con tu voluntad. Una manera de lograrlo es la coacción externa, sea negativa (la amenaza, el castigo) o positiva (la recompensa, el chantaje). Pero este tipo de poder no es tan eficaz como parece: exige una vigilancia constante (sobre los vigilados y sobre los propios vigilantes), es caro (hay que comprar a muchos), y genera un tipo de conformidad «aparente», externa, que deja en el interior de cada súbdito a un probable disidente. Existe otra forma de poder mucho más efectiva: aquella por la que se confunde la voluntad del dominado con la del dominador. Es el poder por convicción. O por coacción interna. No precisa de vigilantes ni de medios financieros. Tampoco da lugar a rebeldías: la gente obedece porque quiere hacerlo, porque está convencida de que es lo que debe hacer. Es la expresión perfecta del poder.

Retrocedamos a los años 60 del siglo XX. El psicólogo S. Milgram somete a personas comunes a una extraño experimento. Un (supuesto) experto les invita a aplicar descargas eléctricas de hasta 460 voltios a un desconocido (en secreto es un actor que solo simula recibir las descargas) con objeto de colaborar en un (supuesto) estudio científico. El 62% de las personas accede a electrocutar y dejar al borde de la muerte a su víctima (pese a sus gritos y estertores) sin que nadie les amenace ni les pague una buena suma de dinero para que lo hagan. ¿Por qué obedecen entonces?

Volvamos a la actualidad. El demagogo ultraderechista Bolsonaro gana las elecciones en el mayor y más prospero país de Latinoamérica. Trump gobierna la nación más poderosa del mundo. Los análogos europeos que aún no tienen el poder avanzan posiciones. Representan una mezcla de neoliberalismo autoritario, victimismo nacionalista, odio al extranjero y machismo descarnado. Pero la mayoría, incluyendo pobres, mujeres y personas de origen extranjero, los votan sin más. Sin amenazas. Sin prometerles dinero o cargos. Por puro entusiasmo casi. ¿Cómo es posible?

En la era premoderna el poder se fundaba en la convicción religiosa (el poderoso estaba ungido de divinidad). Tras el moderno proceso de secularización el poder, lejos ya de esa vieja sacralidad, ha de apoyarse en la coacción externa (con muchos más medios de vigilancia) y el chantaje económico (el nuevo «bienestar» producido por la industria). Pero la coacción y el chantaje, como vimos, no bastan. Menos aún en épocas de incertidumbre económica. Hay que recurrir, también, a la convicción interna. ¿Pero cuál? En ausencia de un Dios que seduzca y obligue paternalmente a las conciencias (como en la Edad Media o en las -todavía- ummas islámicas) están la seductora «auctoritas» del experto que, como en el experimento de Milgram, dirige nuestra voluntad en nombre de la Ciencia, o -la otra fuente de moderna seducción pseudorreligiosa- la retórica falaz y cargada de mitología pedestre del demagogo iluminado (Bolsonaro, Trump, Le Pen…) que nos llama a creer y obedecer.

Hay una sola manera posible de enfrentarse a esto (y de legitimar, de paso, al poder): educar a la ciudadanía en el hábito del pensamiento riguroso, libre y crítico. Solo una ciudadanía empoderada (empoderada de criterio propio) y no sensible a otro poder que el de la convicción racional es inmune a la seducción de tecnócratas y demagogos. Solo ella estaría a salvo de querer lamer, voluntariamente, el zapato de nadie. ¿Entienden ahora la manía que suele tener el poder instituido a la educación crítica y filosófica? Para él siempre es mejor la obediencia querida.