He de confesar mi debilidad por el obispo José Antonio Reig Plà, que me ha dado para escribir más de una vez. Y siempre por lo mismo, bendito sea: a saber, su preocupación por el sexo, o por la sexualidad, en cualquiera de sus variantes, demostrando así que sabe de lo que habla. Así, el pasado 25 de julio, día santo de Santiago, volvió a iluminarme con una homilía pública --y digo «pública» porque fue televisada por La 2, cadena pública-- en la que se ocupó, preocupado, de los anticonceptivos, que son obra del mal en la medida en que propician la infidelidad conyugal y, Dios no se lo tenga en cuenta, también la violencia machista. Así lo dijo, y no seré yo quien cuestione las palabras de Reig Plà, en quien confío.

El obispo Reig Plà, cuyo oficio es creer en Dios y en procurar que los demás también lo hagan, cree asimismo en el sexo sin condón, por decirlo lúbricamente. Y es que el uso del condón, según él, hace que el hombre considere a la mujer «como un instrumento» y, consecuentemente, «le pierda el respeto». Coño, monseñor, con perdón, ¿un condoncito da para tanta perversidad, desde hacer de la mujer un instrumento hasta faltarle el respeto? Mi amigo Juan Perales --que ni es de Cuenca ni canta, por cierto-- le diría: «No magnifique». Pero esto de que la mujer que usa anticonceptivos se convierta para el hombre en «un instrumento», es decir, en mero «goce egoísta», es solo una prueba más de lo que sabe sobre tales asuntos carnales el obispo Reig Plà, a quien tanto le debo. Tiene sermones sobre el aborto, sobre el divorcio, sobre la homosexualidad, sobre la masturbación... Es más: tiene una asociación llamada ‘Sexólicos anónimos, cuyo fin es liberar de la lujuria a hombres y mujeres.

Solo a él, por tanto, podría (pre)ocuparle la «malicia de la anticoncepción», causante del «deterioro moral» de la sociedad, que es precisamente lo que le confirma en la fe de que «hay más violencia machista entre las parejas de hecho que entre los matrimonios católicos». Ay, cómo no voy a tener debilidad por el obispo Reig Plà, si cada vez que abre la boca, ¡epa! me da motivos para que jamás me absuelva.