Gira la ruleta de lo desconocido y vuelve a rodar la bola a ver dónde y cuándo cae. Un deja vu, como dicen los franceses. Reabren la hostelería y el comercio, porque los números del coronavirus han bajado, y cuando vuelvan a subir, de nuevo a reducir primero y a cerrar después. Desconocemos muchas cosas de esta plaga y sus variantes adaptativas, británica, sudafricana, y en Brasil por tríos, pero sí sabemos ya cómo funciona este ciclo perverso del que no salimos.

La novedad esta vez de la reapertura, de momento ahí está el anuncio y la voluntad de la autoridad sanitaria extremeña, es que esta vez sí, la «refinitiva», quiere hacerse efectiva la obligación que nunca se hizo cumplir de que en la hostelería hay que tener la mascarilla puesta salvo en el momento de beber y comer. Bueno, esto se lo llevamos escuchando al vicepresidente y consejero Vergeles desde antes del verano, como predicador en el desierto, sin que nunca se haya cumplido

Los primeros paseos por los centros de las ciudades este viernes, primer día de la reapertura, han sido desoladores y las terrazas siguen siendo patente de tapabocas en la nuez, y de alegres diálogos en voz alta, como suele ser habitual en el deporte olímpico de lanzamiento de aerosoles humanos a los que los extremeños, tan efusivos socialmente, somos aficionados.

Estamos haciendo continuamente la goma, como nos enseñaron en las retransmisiones televisivas del ciclismo. Nos acercamos al objetivo de contener la incidencia en unos términos tolerables, y cuando conectamos con el último sano del pelotón, nos alejamos porque parece que estamos deseando hacerlo.

Esto ya es un día de la marmota que extiende la fatiga y el hartazgo pandémico. Un bucle, un laberinto sin salida que además ya sabemos cómo funciona pero parecemos que tenemos placer en repetir. ¿Subirán los contagios? Sí, si de verdad no hacemos cumplir la obligatoriedad de la mascarilla en ese intercambio social de la hostelería donde compañeros de trabajo desayunan juntos, jubilados y amiguetes comparten café, y luego todos se llevan a sus casas el virus para repartirlo de manera concienzuda entre familiares en horas y horas de convivencia entre cuatro paredes.

La hostelería, se dice, está demostrado que no extiende contagios. Demostrado está también que cuando cierra, bajan, así que algo no cuadra. Las autoridades, en países de comprobada ineficiencia fiscal como el español, están en un círculo esquizofrénico de salud-economía, en el que lo que lo único que están haciendo es contener en un pantano el caudal enorme de contagios, para periódicamente abrir las compuertas procurando que la cota de riada no inunde y se trague a ese sistema sanitario que está en una isla como náufragos combatiendo la pandemia.

Tanto cansancio social es peligroso, lo es porque la creencia en las autoridades solo la mantienen unos pocos ciudadanos que se ven a sí mismos armados de civismo, también de cierta ingenuidad, y ayudan con responsabilidad y silencio.

Un silencio también respetuoso, porque el ruido es desagradable en tiempo de paz pero puede meter en pánico al ejército en tiempos de guerra vírica, ante el espectáculo de las vacunaciones picarescas que enlazan con nuestro Lazarillo. Obispos simulando ser capellanes de monjitas, generales condecorados, consejeros de salud como el murciano con sus 300 espartanos oficinistas…, ante ese también hipócrita rasgado de vestiduras de tanto político con dos caretas, la de estar en la oposición, o en el poder.

Hasta los mitos como el de la cívica Portugal se nos caen. El director regional norte (Oporto) del Inem de allí, que es el Instituto Nacional de Emergencias Médicas, con dos narices coge dosis sobrantes de vacuna y se las manda poner a los diez empleados de una cafetería cercana. No sea que vayas a tomar un pingado y o te peguen el virus o, o en el mejor de los casos, te pongan la taza ardiendo.

*Periodista