XHxonradamente, creo que en esto de lo que voy a hablar mi opinión coincidirá con la de la mayoría de los lectores. Porque si algo caracteriza a la sociedad española de principio de siglo, es que en ella reina un profundo respeto por las opciones que en el ámbito de su vida privada elija cada ciudadano. Se producirán todos los chismorreos que el aburrimiento y la pobreza de la propia vida interior, en unos casos, y el afán desmedido de ganar audiencias a cualquier precio, en otros, se quiera, pero es muy improbable que haya otro país en el que se haya producido una evolución tan notable, en el campo de las libertades ciudadanas y del respeto por el ejercicio de éstas como en el nuestro. Lejos quedan ya, afortunadamente, los tiempos de oscurantismo y represión en que todo lo que se saliera de lo oficialmente establecido como "normal" era motivo de escarnio y discriminación. Y aunque la ley siempre vaya unos pasos atrás de la realidad social, en los últimos tiempos se va produciendo una progresiva adecuación entre aquéllas y lo que la gente demanda.

El Gobierno socialista se ha aprestado a cumplir muchos de sus compromisos electorales. Y aunque algunos de ellos eran de difícil realización, no le ha temblado el pulso al poner en práctica lo prometido. La retirada de las tropas españolas de la guerra de ocupación de Irak ha sido todo un ejemplo y su conclusión en breves semanas un triunfo de la razón y el respeto por la opinión pública. En otros campos se anuncian leyes a muy corto plazo. La que regulará el matrimonio entre homosexuales, por ejemplo, es una de ellas. Francamente, resulta difícil aceptar que en una sociedad como la nuestra, con los rasgos de los que antes hablaba, alguien pueda poner impedimento alguno a que dos personas adultas organicen su vida como mejor les venga en gana, sin que razones basadas en sus opciones sexuales, religiosas o políticas les coloquen en desventaja respecto de otros. Es difícil aceptar que aún haya quienes nieguen la libertad de organizar su vida según su criterio a los demás; pero difícil no quiere decir imposible, y a las pruebas me remito. Y entre tales pruebas, las manifestaciones de los reverendísimos señores obispos, que no pierden ocasión de pontificar, como por otra parte es su derecho, sobre lo divino y lo humano. No seré yo quien critique que ejerzan esa libertad, faltaba más. De modo que por mucho que podría discutirse su pretensión de que prevalezcan sus particulares opiniones sobre la voluntad de la sociedad, expresada en las urnas, habrá que aceptar como propias de un país plural sus particulares visiones sobre muchos asuntos. Pero cuando el arzobispo de Santiago manifiesta en ceremonia a la que asisten los Reyes y el presidente del Gobierno, y a propósito de la próxima regulación del matrimonio entre homosexuales, que ello "supone la quiebra de la sociedad haciéndola vulnerable a intereses que nada tienen que ver con el bien común", lo grave no es a mi juicio que este buen señor opine como considere oportuno. Lo que uno, respetuosamente, se pregunta es qué demonio hacen allí, escuchándole en silencio, sin posibilidad de rebatirle, las más altas instituciones del Estado. ¿No se trata, la ofrenda al Apóstol, de un acto de carácter religioso, litúrgico, al que sólo debieran acudir los fieles que se considerasen seguidores de la correspondiente doctrina? Las eminentes personalidades que acuden a estas ceremonias, no ya a título particular, sino institucionalmente, arrogándose una representatividad de la que uno se permite dudar, no están sino dando pie a que opiniones ajenas a las de la inmensa mayoría de los ciudadanos, merezcan una difusión y una trascendencia de las que carecerían si se emitiesen en el único y exclusivo ámbito de una ceremonia religiosa. Los obispos, ciertamente, son muy libres de echar la bronca a sus fieles pecadores, pero no contribuyamos a que nos la echen a los demás.

*Profesor