Lo que más me gusta de los obituarios es leer entre líneas la sed de reconocimiento del firmante. A veces no hace falta escarbar mucho; la fatuidad y la pedantería saltan desde el principio, en un sonrojante ejercicio de autopromoción. Cada vez que muere un escritor, surgen como setas obituarios que no son más que exaltación del ego. Siempre empiezan con unas breves palabras de elogio al fallecido para enseguida despeñarse hacia uno mismo.

Aún recuerdo cómo alababa mis versos, escriben sin pudor, o cuánto le gustaban mis novelas. Existen también obras maestras del género, piezas de alabanza en las que apenas se nota la mano del que firma. Y también existen momentos que convocan a amigos y enemigos, admiradores y detractores, para alabar a un personaje respetado por casi todos, como Mandela .

Ahora se pide opinión sobre él no solo a políticos y estadistas, sino también a modelos, futbolistas (alguno con las prisas del twitter lo ha confundido con el actor que lo representa) y cantantes. Todos tienen algo que decir sobre Mandela, es más, todos tienen que decir algo si no quieren parecer racistas o insolidarios, cosa que parece que no les preocupa el resto del año. Por eso hemos escuchado elogios de los que pusieron las concertinas y de los que las mantienen, de los que fomentan conflictos eternos en Israel y Palestina, de los que buscan la segregación con pruebas inexistentes, hasta de los que consideran que la mujer no tiene derechos. Para otros Mandela no fue más que el presidente de Sudáfrica el año en que España ganó el Mundial. Y de ahí se pasa a la Roja y al beso de Casillas y ya tenemos el obituario hecho.