TAtl contrario de lo que muchos piensan, el verano no es época de hedonismo sino de mortificaciones. Hay que olvidar esa imagen idílica de folleto de islas Fidji, donde mujeres esculturales pasean del brazo de hombres que solo conocen las dulzuras del chocolate en la forma inalcanzable del músculo abdominal. También hay que borrar la Toscana, las playas solitarias y los atardeceres románticos. El verano es una combinación de sudor, olores y ruido de motos en mitad de la noche, justo cuando acabas de conciliar el sueño después de acabar con los mosquitos. El verano es encoger barriga, alzar los hombros, soportar colas y caravanas, y vivir con cargo de conciencia porque no estás cumpliendo ni uno de los planes fantásticos que habías hecho. No estás pasando tiempo con la familia, ni has dejado de fumar ni haces deporte, ni has ordenado el despacho, tirado papeles o desocupado el trastero, actividades con las que podrías haber ganado el diploma al verano mejor aprovechado, solo superado por quienes se embarcan en convertir su casa en remedo de El Escorial. Estos sí que ganan el jubileo y el perdón de todos los excesos del invierno, y vuelven (si es que sobreviven) con los deberes bien hechos. En lugar de descansar o perder el tiempo en futilidades, dedican el mes a poner patas arriba lo que antes llamaban su hogar, con la excusa de convertirlo en un lugar mejor. A cambio, reciben escombros, sulfatadoras, radiales y falsos techos, y la satisfacción estúpida del deber cumplido, de la mortificación a cuarenta grados en vez de la frescura del hedonismo, todo cubierto por nubes de yeso y polvo, pero polvo aprovechado.