TTtanto en la versión de Grim como en la de Perrault , la bella durmiente se despierta cien años después, pero con la misma edad que tenía cuando se clavó el huso del hada maléfica. El obrero ferroviario polaco Jan Grzebski se ha despertado tras 19 años en coma, pero se ha despertado 19 años más viejo. Y, claro, su mujer también es más vieja, y sus hijos. Los únicos que son jóvenes y desconocidos son los nietos que han llegado durante los casi cuatro lustros en los que Jan estaba en ese limbo misterioso que separa la consciencia de la inconsciencia, más aún, la vida de la muerte.

Hay dos reflexiones que surgen prontas y espontáneas. La primera de ellas es que el sueño de la eterna juventud es una maldición si la gracia no se derrama sobre todas las personas que nos rodean. Permanecer eternamente jóvenes, mientras nuestros hijos maduran, envejecen y mueren, no es precisamente una maravilla. La segunda es que la ciencia, aun sabiendo cada día más, nada sabe de la delgada frontera que hay al otro lado del abismo, y si es posible salir de él.

Es frecuente escuchar razones económicas y comprensibles sobre el excesivo gasto sanitario que supone mantener a los enfermos en estado comatoso, durante prolongados periodos de tiempos, y son argumentos que nadie calibraría de absolutamente insensatos. De la misma manera, son comprensibles los deseos y esfuerzos de los allegados y familiares por aguardar a que se produzca ese chispazo ignoto, esa conexión tan incierta como ignorada que vuelve a dar energía y lucidez al fantasmal continente de un cuerpo inmóvil.

A la bella durmiente la despertó el beso de un príncipe. Nadie sabe quiénes son los príncipes bioquímicos que besan una neurona y motivan que el pesado engranaje fisiológico e intelectual vuelva a funcionar. Ni siquiera lo sabe ese resucitado llamado Jan Grzebski.

*Periodista