Abatimiento es la única palabra que ha sobrevivido al alud de mis emociones justo cuando me disponía a sincronizar el estado de ánimo y el perfil de mis redes, con el despertar de un otoño inquietante. El color de la lluvia está por todas partes. Y en Ikea apenas quedan existencias.

A pocos kilómetros de casa se intuye la coreografía del aislamiento como un lamento que lleva prisa por salir del metro y avanzar hacia los hombres distraídos. Suena otra vez muy cerca la triste música de la humanidad...

Podría la ulmaria traer de vuelta el verano y la extensión de los humedales de Cádiz; podría devolverme las tardes que pasé con Telmo, cualquier cosa que anteceda a las flores... Todo, menos el invierno con sus virus. Algún poeta caído del árbol ha echado raíces y anda por la vida de las palabras fertilizando las tierras que un político dejó inservibles, baldíos de la conciencia los llamo.

Se oyen truenos a esta hora de la noche y Madrid está empapada, se intuye una madrugada incómoda con este crujir del cielo que cae a plomo, se rompe y se cierne sobre los miedos ya viejos de marzo.

Tenemos el miedo atado al bolsillo, a la mascarilla, al manojo de las llaves de casa... se nos adhiere a la piel cada vez que pulsamos el botón del ascensor... Sin embargo, seguimos sin querer mirarlo de frente.

Está por todas partes esparciendo sus ramas pulposas. Es un entresijo de los muchos que nos traen de cabeza y un amigo para quien camina solo... solísimo.

El miedo ha dejado de darnos miedo. Y ha sido hoy que me he asustado al darme cuenta de esto; ha sido al llegar a casa después de varios viajes en metro, en cercanías y en coche. Tras siete meses aislada, sin desplazarme por el centro de la capital, sin bajar a la penumbra del metropolitano, sin oler las napolitanas de sus pastelerías, ni el chocolate de San Ginés, ni el bacalao de Labra; sin sentir la agitación de la calle Álvarez Gato, ni el aire de los toldos de Revuelto Ruiz, ni las interminables colas en Doña Manolita...

Ha sido hoy, al ver la oscuridad del Villa Rosa, las medias luces de Chueca; los silencios del barrio de las Letras, las espesas sombras de la Puerta del Sol... El todo Madrid, en nada de lo que fue.

Ha sido hoy cuando he tomado conciencia del miedo que hemos ido dejando en cada pérdida, en cada desencanto, en cada abatimiento y en cada sala de urgencias. La sirena de las ambulancias no duele ya con esa intensidad que dolía antes del covid. La agitación de Madrid suena distinta a como era antes del covid. Los besos saben a una mezcla de pereza y prudencia.

Pero este despertar, no me lo ha provocado ver la desidia, el manto de apatía general ni la ausencia del Madrid de siempre, no, el zarpazo ha venido al constatar la falta de memoria, no ya por los que se han ido -que más parecen un soplo en el viento, hojas arrastradas-, sino por la prisa con la que hemos enterrado el miedo que nos confinó en nuestras casas de un modo inaudito y radical.

Madrid está a punto de caer. Lo vemos, lo sentimos, lo sufrimos a cámara lenta, muy lenta. Parece como si nunca hubieran existido los espasmos, las agonías, el Hielo que congeló el corazón de Madrid y la dejó para siempre escarchada.

¿Dónde está la redención del hombre? ¿Saldremos de esta ciénaga hacia prados de heno?

Y luego está la insoportable levedad de un gobierno, de una gestión, de un país fragmentado... De un lugar que apesta a fanatismo...

España papel de lija... Ojalá recobres pronto el entendimiento, la seda y la luz de nuestros padres. No seas más la España de los odios infinitos, retornables... Deja ya el volteo de la tierra con la pala.

* Periodista.