Filólogo

Este año las celebraciones de la Comunidad no mitigarán el largo olor a humo y ceniza enroscado en la garganta y en los ojos de los extremeños. Los políticos autonómicos han estado a pie de manguera de bombero, han estado, pero no tenían la vara de Moisés para golpear la roca y hacer brotar el agua milagrosa. Venían de Mérida, capital de la Extremadura precaria, a pesar del repetido mantra de que crecemos más que otros. Una insignificante cerilla ha rebajado la euforia y ha devuelto a cada cual su estatura y, hay que decirlo claro y sin rencor: no ha dejado inocentes.

Aquellos políticos que tuvieron, tras las elecciones, las urgencias de irse de vacaciones y subirse los sueldos, debieran haber previsto que si verano tras verano Extremadura se convierte en una pira incontrolada, también podría ocurrir éste. Y si hay que agradecerles la diligencia en constituirse en gabinete de crisis, hay que censurarles la ausencia de una política adecuada en la gestión del monte, tras tantos años de incendios, para esta tierra con amplias zonas de masa forestal. Porque está claro que si cualquier demente puede prender fuego al monte, no lo es menos que cualquier alcalde, respaldado por una administración eficaz, debe poder sofocar esa posibilidad de inmediato y eso se hace con una precisa planificación, con la limpieza del monte, los viales, fajas auxiliares y cortafuegos, con equipos técnicos y con la experiencia y colaboración de los vecinos, recursos que no han sumado a la hora de que el pino se convirtiera en tea y la carrasca en estopa del diablo.

Buenos son los planes de reforestación contra la erosión, pero ¿por qué no se toman medidas contra la madera quemada y el suelo calcinado? ¿Comenzará a ser eficaz el principio de que el fuego se apaga en invierno? Los mantras, las estaturas ficticias y los discursos embelesadores, los convierte el fuego, en un santiamén, en aguas de borraja.