TAt qué huele Cáceres? Madrid huele a moro, ha dicho Umbral . A grasa, dijo antes Bryce Echenique, a mucha grasa: todo allí parecía gordo, la mujer, el chorizo y las pensiones. Quizás aquí, en Cáceres, lo gordo sea la sangre, porque los olores están hace tiempo estilizados y ensalzados por la vaporosa cocina de Atrio y su bendecida bodega.

Pero si uno baja a Santiago, pasea la plaza Mayor o la Concepción puede oler a cerrado, humedad y decadencia. Si pasea por San Mateo, la historia y la altivez le entonarán la pituitaria; si insiste en el centro olfateará el cansancio y la necesidad de que la promesa de Alvear se haga carne y evite el sórdido olor de las buenas intenciones, siempre rancias; si uno es liviano transeúnte de la rutina, la rutina le llevará de las inconclusiones a las distorsiones que constituyen la ciudad: los olores de las cigüeñas, el olor a cera de Semana Santa, los calientes vahos del Womad, las estables fragancias de Cánovas, la insípida e inodora periferia de cemento y ladrillo frenético y especulativo.

Toda captación olfativa viene a ser, al fin y al cabo, una forma de inteligibilidad de la realidad y está ligada a la memoria y las emociones, de ahí que cada uno, --con moros o con grasa--, puede explicar la ciudad que vive. Yo creo que Cáceres es un poco como el pescado: sabe mejor que huele.

*Licenciado en Filología