La Vanguardia publicó días atrás un reportaje titulado ‘Así se hace un libro’ con el que ilustraba el número de profesionales susceptibles de intervenir en la producción de una obra, empezando por el autor y terminando por el lector. Entre uno y otro, el autor del reportaje citaba, con nombres y apellidos, a once profesionales: la agente literaria, la editora, el editor del sello, la redactora, la diseñadora, el ilustrador, el traductor, la directora de audiolibro, el impresor, el distribuidor y la librera.

Aun valorando que se den a conocer las dificultades que entraña publicar un libro -así lo sugiere el alto número de profesionales necesarios, trece, dos más de los que tiene un equipo de fútbol-, sorprende negativamente que el redactor haya omitido la figura del corrector de estilo, de vital importancia en la calidad del producto final.

Bien mirado, esa omisión me sorprende y no me sorprende: la tarea del corrector de textos siempre ha estado un poco estigmatizada, quizá porque a pocas personas les gusta reconocer públicamente que alguien se encarga de corregirles, menos aún en un mundo tan vanidoso como es el del libro. A ningún autor le avergonzará confesar que se apoya en un editor, un agente literario o un traductor, pero rara vez confesará que alguien corrige su obra, pues sería como asumir un demérito por su parte.

Fruto de esa vanidad, algunos escritores concluyen que no necesitan que nadie supervise su trabajo, y a lo sumo se lo dejan leer a ese lector cero que es la tía Margarita o el primo Ramón, de quienes se espera no que hagan una corrección profesional -no están cualificados para ello- sino que alaben las virtudes del manuscrito.

Nada de esto debería disuadir a las personas que quieren dedicarse a tan hermosa profesión, siempre y cuando entiendan que en el universo de la edición, como en todos los universos, hay estrellas y estrellados.