En España se diagnostican cada año 40.000 nuevos casos de alzheimer. Esta cifra irá aumentando debido al envejecimiento de la población por lo que en unos años, más de un millón y medio de españoles sufrirán esta enfermedad. Y si seguimos hablando de cifras, el cuidado de estos enfermos (una media de setenta horas semanales) recae en un ochenta por ciento sobre sus familiares.

Lo que no cuentan los números es cómo cambia la vida de pacientes y cuidadores. Cómo tienes que aprender a cuidar a quien te cuidaba de pequeño, cómo todo se invierte pero sin posibilidad de mejora. Si un niño aprende poco a poco, una persona mayor desaprende a velocidad de vértigo. Hoy es la llave del gas abierta, mañana las luces encendidas, y pasado el olvido llega como una capa de ceniza sobre horarios, costumbres y nombres que parecían imborrables.

Quien cuida a un enfermo de alzheimer no tiene horario, ni vacaciones. Debe aprender a ser médico, enfermero, psicólogo y amigo, pero sobre todo debe saber levantarse una y otra vez después de cada caída. Suena poética la idea de devolver lo que te ofrecieron en tu infancia, y es gratificante, sí, pero también doloroso. Y cansado. Y a veces pierdes la paciencia, porque nunca, nunca, ves avances, sino siempre retrocesos. Cada día enseñas a quien olvida todo por la noche. Y duele, escuece, tiñe cada cosa de un poso de tristeza que no se desvanece. La solución está en el apoyo externo, que tarda en llegar. Los centros de día suelen ser caros, y las ayudas vienen año y medio después de ser solicitadas. La ley de dependencia no se aplica bien, porque siempre existe algo más importante a lo que dedicar los fondos públicos. Además, se suma el agobio de elegir bien, y la conciencia de estar abandonando a quien no te hubiera abandonado nunca. Ayer se celebró el día mundial del alzheimer. Seguramente no sirva para nada, pero no está de más que también los cuidadores salgan un poco del olvido en el que viven las personas más queridas pero también más dependientes.