El Festival de Eurovisión es un concurso de canciones, pero también algo más. Entre otras cosas, y a lo largo de su historia, un terreno de acción abonado a la política y a la sociología. Son aún recientes los rumores sobre la posible compra de votos que permitió a Massiel ganar para la España franquista el galardón en 1968. En cualquier caso, sean ciertos o no, el triunfo representó un espaldarazo a la incipiente promoción turística y a la normalización europea del Estado totalitario en pleno desarrollismo. Sin olvidar, por supuesto, el asunto Serrat, que tiñó de política aquella edición.

El Festival de Eurovisión fue, durante mucho tiempo, parte de la educación sentimental de los españoles. Se vivía como una especie de rito anual y, más allá de la calidad de la música, se convertía en un hito sociológico. Todo eso ha pasado a mejor vida. Y para luchar contra una tendencia inevitable al olvido, RTVE ha intentado --con Operación Triunfo o con inventos como el de Chikilicuatre-- reconvertirse para que el Festival siga manteniendo el interés. Este año, con la operación comercial del Chiki Chiki, con la broma millonaria de Buenafuente, no ha ganado laureles, pero sí ha llevado a cabo una inversión rentabilísima, en una curiosa joint venture de entes públicos y privados que quizás abre una nueva era en el mundo del márketing, y que deberá analizarse con lupa.

El festival, como tal, sigue siendo lo que era en los estados que han emergido en la Europa de los últimos 20 años. Es decir, un escaparate no solo musical; una auténtica lección de geopolítica, con bloques definidos, alianzas y hermandades nacionales dibujadas con criterios ideológicos y/o territoriales.