Decía Clint Eastwood, en uno de los filmes que protagonizó, hace décadas, como actor, que «las opiniones son como los culos, que todo el mundo tiene uno». Y, aunque es cierto que la sentencia del actor estadounidense no destaca por su delicadeza ni finura, también lo es que sintetiza bastante bien una realidad que, habitualmente, olvidamos los seres humanos.

Esa realidad no es otra que la que nos descubre que, efectivamente, todos tenemos muchas, y muy diversas, visiones sobre cualquier tema que pueda resultar objeto de debate. Pero, también, lo es que, por eso mismo, por la infinidad de opiniones que existen, nunca deberíamos creernos en posesión de la verdad absoluta. Porque, a veces, sin darnos cuenta, lo hacemos.

Por muy conscientes de nuestra pequeñez y humildes que seamos, como humanos, no estamos exentos de ensoberbecernos ocasionalmente, ni de incurrir en el error de sentirnos investidos por una lucidez superior al resto. Y esto no suele aportar nada bueno, sino más bien lo contrario. Porque una sola mente jamás pudo, ni podrá, abarcar la inmensa complejidad de la realidad. Porque la cerrazón y las anteojeras son más propias de los borricos que de los hombres o las mujeres. Y porque, hoy más que nunca, el ser humano necesita afinar su capacidad de escucha, si no quiere verse preso del inflamado culto que se rinde al yo por doquier.

Hay que tener muy claro que las visiones particulares siempre pueden enriquecerse prestando la suficiente atención hacia aquello que dicen los demás. Y puede ocurrir que, a veces, esa escucha solo nos lleve a reafirmarnos en lo que pensamos. Pero habrá cantidad de ocasiones en que lo que expresen los otros pueda ayudarnos a pulir las imperfecciones de nuestra concepción inicial sobre cualquier objeto, sujeto o situación, e incluso a modificar, por completo, nuestra opinión con respecto a ciertos temas.

Porque no hay nada como conocer todas las caras de un prisma para poder definirlo. Y porque cada uno de nosotros somos tan insignificantes como únicos e irrepetibles.