La protesta estudiantil contra el Plan Bolonia, una reforma integral de los estudios universitarios que persigue unificar la estructura y contenido de las carreras en la UE, responde al malestar incubado en un sector de la comunidad académica --profesores y alumnos--, que temen que el cambio tenga efectos perniciosos sobre la calidad de la enseñanza. Aunque no se trata de una reforma en el vacío, sino que parte de referencias docentes concretas, casi todas del mundo anglosajón, la burocratización de la tareas esencialmente formativas, la reducción de las clases presenciales en favor de otros formatos y la sustitución de las licenciaturas por graduaciones alimentan la inquietud. Si se añade el descontento de quienes observan con preocupación que se pretende primar las disciplinas científico-técnicas y de gestión de la economía a costa de las humanidades, se completa el marco de referencia que moviliza a los críticos. Es este un debate permanente, que llena tanto la discusión pedagógica como el trabajo de los planificadores, pero que los responsables de la fórmula de Bolonia han evitado, aunque no por eso lo han cerrado.