El reloj de pulsera de Cristiano Ronaldo (2 millones de euros) y el de Floyd Myweather (15 millones) comparten espacio en la prensa junto con los habituales escándalos de los políticos, los desastres naturales y los estremecedores dramas familiares que siguen cobrándose la vida de menores inocentes.

El exhibicionismo al que nos tienen acostumbrados algunos millonarios es fácilmente explicable: de nada les serviría estar podridos de dinero si no pudieran hacer alarde de su riqueza ante los demás. La discreción y la humildad son virtudes para mediocres, pensarán algunos que nunca han hecho cola ante las oficinas del paro.

Pero la crítica al rico es muy golosa y, en ocasiones, injusta. Diremos, en honor a la verdad, que, más allá de cierta imagen de ligereza y de un gusto exacerbado por los caprichos caros, Cristiano Ronaldo ha aprovechado su dinero en más de una ocasión para realizar buenas acciones. El caso del Myweather me pilla más lejos, pero quiero pensar que, además de fanfarronear del dinero que gana incluso estando retirado del ring, ayuda a personas que no tienen «garajes como mansiones» (algo de lo que él se jacta), esos a quienes la mera supervivencia se antoja el peor combate de boxeo imaginable.

No puedo evitar este tipo de pensamientos buenistas cuando veo las imágenes de algunos (no necesariamente deportistas y no necesariamente hombres) que se afanan en proyectar una imagen suntuosa ante la prensa o en las redes sociales. Si yo estuviera equivocado, si detrás de esa fachada narcisista no hubiera nada de sensibilidad social ni de preocupación por el prójimo, estaríamos sin duda ante indigentes que carecen de todo menos de dinero.

Charles Dickens relató como nadie el desvarío existencial del egoísta Mr. Scrooge, que retroalimentaba su pobreza espiritual con el afán por el vil metal. Me cuesta creer que un siglo y medio después sigamos sin aprender nada.