Se cumplieron hace poco 60 años de la revolución húngara aplastada por la intervención soviética. Los aniversarios de las derrotas (piénsese en la Diada) desatan las pasiones nacionalistas y el victimismo unilateral.

El presidente Viktor Orbán avisó del peligro de la sovietización de una Europa que desde Bruselas se atreve a decirles a los húngaros lo que deben hacer como antes desde Moscú.

Mientras, Orbán persigue a los medios de comunicación independientes y pretende imponer un impuesto sobre el uso de internet, de modo que solo él pueda decirles a sus súbditos cómo deben pensar y comportarse. Se recuerda con rabia el sometimiento a la URSS, pero se silencia que Hungría se alineó con la Alemania nazi y colaboró en el exterminio del pueblo judío.

A Imre Kertész, el único escritor húngaro que recibió el Premio Nobel, muchos de sus compatriotas no lo consideraban como tal por ser judío. Mientras, el partido Jobbik pide campos de reeducación para los gitanos.

Una amiga que estuvo como lectora de español en ese país me contaba de la situación deplorable de un profesorado que se ve obligado a aceptar sobornos de los padres adinerados para adecentar las condiciones del instituto y aprobar a cambio, por torpes que sean, a sus hijos.

La corrupción prolifera donde hay menos libertad, como aumenta la xenofobia cuando las condiciones de vida son ya miserables y se nos pide que compartamos nuestro pedazo de pan. Así, Orbán se erige en defensor de su pueblo y mucha gente le da la razón, diciendo que ellos no son tan ricos como los alemanes para tener que dar asilo a los sirios, aunque reciban con gusto las jugosas subvenciones europeas. En el año 2000, Europa impuso sanciones al país antes hermanado en el Imperio Austro-Húngaro.

Austria, que la semana pasada se salvó por poco de tener un presidente de extrema derecha, fue penalizada por la entrada en su gobierno del neonazi Jörg Haider, con el argumento de que la Unión Europea era una comunidad de valores y no solo un área de libre comercio y política económica forzada. La imposición de sanciones nunca ha sido buen remedio y siempre fortaleció a los dictadores, desde Franco a Sadam Hussein, pasando por Fidel Castro. Pero el hecho de que ahora nadie se plantee nada parecido muestra el retroceso que la idea de Europa ha sufrido, y quita la razón a quienes se escandalizan por cualquier cuestionamiento al rumbo que impone Bruselas. Frente al gobierno húngaro se procede con demasiada urbanidad. No nos extrañemos si, como respuesta, la ‘orbanidad’ crea escuela.

* Escritor y profesor