Profesor

Recuerdo la escena, que se desarrollaba en una vieja película italiana: la máquina de escribir había irrumpido en las oficinas de medio mundo y quienes se ganaban la vida como escribientes, con sus manguitos siempre dispuestos a proteger las camisas de la tinta y los borrones, consideraban el nuevo artilugio como el mismísimo demonio, que les iba a quitar el pan de sus hijos. Uno de los oficinistas, un honrado padre de familia que se había manifestado públicamente contra el maligno invento, ante la posibilidad de verse despedido para siempre de su trabajo, practicó secretamente con el teclado en sus horas libres, y cuando el politiquillo local de turno fue a inaugurar las nuevas instalaciones, sorprendió a todos con una exhibición de su destreza, escribiendo en un plis plas un desmesurado elogio de los nuevos artefactos y de las autoridades que los habían instalado.

El recuerdo me ha venido a la mente pensando en lo que en estos días estamos viviendo en institutos y colegios públicos de Extremadura: la apabullante presencia, ya irremisible, de los miles de ordenadores a cuya adquisición la Junta ha destinado la friolera de 60 millones de euros; o sea y para entendernos: diez mil millones de pesetas. Y me ha venido a las mientes, porque justamente en estas fechas centenares de profesores están realizando breves cursillos organizados a todo correr por unas autoridades que, aunque no vieran en su día la película citada, deben considerar al docente como hubieran considerado a aquel anacrónico escribiente: alguien que en el fondo es buena gente, pero al que hay que quitar el miedo a lo desconocido. Alguien con buena voluntad pero que quizá no comparta, por ignorancia, esa visión angelical de la realidad educativa de nuestra tierra que hace que el señor presidente de la Junta declare que "tendremos los mejores alumnos del mundo y la mejor región del mundo". Con todo respeto por la expresión, recia como las que él prodiga, da la sensación de que el señor presidente confunde el culo con las témporas. Porque el problema de la enseñanza, del altísimo índice de fracaso escolar, del escaso aprovechamiento de los medios que la sociedad pone a disposición del sistema educativo, es de otra índole y no se resuelve a base de miles de ordenadores. Ni de declaraciones que si se hicieran en otros lugares, más que de nacionalistas, acaso se tildaran de racistas.

Los jóvenes estudiantes no van a adquirir el hábito de la lectura porque tengan una pantallita ante sus ojos, no van a reflexionar en silencio ante un enunciado lógico o matemático porque con el ratón puedan pasar más rápidamente de página, no van a hacerse conscientes de que es necesario el esfuerzo para el progreso en la vida porque cada día se vean rodeados de más artilugios.

Los alumnos, personas de esta época, no van a sentirse, o a sentarse, ante los ordenadores adoptando ninguna de las posiciones más extremas.

Ni con ese miedo a la tecnología que algunas autoridades educativas atribuyen a muchos profesores, a quienes ven en sus delirios como sujetos a quienes evangelizar, ni en la posición del papanatismo más paleto de ésos que consideran que todo es cuestión de dinero y que, a base de ordenadores, quien no haga de un melón un premio Nobel es, simplemente, porque no quiere.