Ana Botella le gritan en la fiesta del Orgullo Gay que dimita mientras Madrid se transforma decorada con banderas arcoíris, poniendo a reventar calles y plazas como si de un Womad cacereño se tratara. Las autoridades levantan prohibiciones vigentes como beber en la vía pública y bares y restaurantes no paran de vender como si la ciudad se hubiese convertido en un gran centro de peregrinación.
Me pregunto, igual que cuando llegan los festivales de la primavera cultural cacereña, cuánto dinero dejan eventos de este tipo que, en apenas cuatro días, hacen que el calor sea solo un aliado más para la fiesta. Andando por el barrio de Chueca, de Gran Vía a Fuencarral, confirmo lo que tantos han dicho: nada habrá mejor que abrir las ciudades al público, a convocarlas para que disfruten de todo lo bueno que ofrecen con la mera excusa de un acontecimiento que, como en el Orgullo Gay, permite que los ojos del mundo miren por unos días a Madrid.
¿Existe alguna campaña turística mejor? Quizá, y a pesar de lo multitudinario, todos salen ganando: los ayuntamientos, felices de que hayan elegido ese destino; los organizadores, frotándose las manos porque, a este paso, morirán de éxito, y los participantes, en la locura de encontrar más de lo que esperaban. Por eso digo ahora, convencido de que siempre habrá vida en las ciudades que apuestan por exportar sus manifestaciones culturales más peculiares, que hay que potenciar los eventos, que así nuestra región seguirá atrayendo más público.
De vuelta a casa, un taxista me decía que difícilmente Madrid tendría el mismo ambiente que el que le da el Orgullo Gay a principios de julio. El conductor, que no participaba de la fiesta, sí tenía claro que él, también, iba a salir beneficiado porque su ciudad estaba señalada en el mapa.