No por repetido, deja de ser sorprendente. Verán, considerados de forma individual, cualquiera de nosotros tiene un acontecimiento, una situación, una «gota» del pasado, que lleva indeleble en su memoria. Ese algo que cambió nuestras vidas. Sea un trauma o no, el olvido no es una opción. Y esa maleta, bagaje pesado o no, visible o no, forma parte inseparable de nuestro camino. Pero como sociedad no funcionamos así.

Es sorprendente la capacidad de olvido que mostramos cuando actuamos en conjunto. Seguro que nos confortaría pensar que la causa está en estos tiempos acelerados, que permiten escasa reflexión y arrinconan el análisis y la lectura. Sí, el móvil, Google, Netflix o la comida y tele «basura». Sólo que simplemente no es cierto: basta con abrir cualquier manual de historia de los que ocupan pupitres para trazar una dramática línea de tropiezos con las mismas piedras.

¿Algún medio abre ya con la fluctuación de la prima de riesgo del país? ¿Leen en sus diarios si están ya definitivamente saneados nuestros bancos? ¿Nos cuentan si la deuda pública se ha reducido estos años? La economía, que hasta hace casi cuatro años ocupó nuestros tiempos y preocupaciones, ha sido eliminada de los temas del día. Como ese incómodo recuerdo de que algún día cometimos un error que preferimos no recordar. Lo que no se ve, será que no está.

Si se fijan, dos temas monopolizan la actualidad económica en España: el gasto público y la «escalada» inmobiliaria. Signos de bonanza, de una exuberancia tan esperada como deseada. La vuelta a la «normalidad» (esas comillas van subrayadas, en negrita y con líneas rojas por todos lados). Ambos asuntos son caras de una misma moneda: el aumento del gasto, público y privado. Y son indicativos de una potente señal económica: el retorno de la confianza.

En esa confianza está el germen del olvido. No me malinterpreten: la confianza es un factor decisivo para el crecimiento de una economía. Pero debe ser «informada». Asumo también que la crisis dejó un crudo reguero personal y empresarial al que cuesta afrontar aún hoy. Pero realmente la salida de la crisis sucedió un lustro atrás, y los fundamentos del crecimiento actual esconden un nuevo caos financiero sobre el que no estamos trabajando.

Decíamos antes que los dos temas de «moda» económicos son reflejos de un aumento del gasto. Pero este aumento no está sustentado en una mayor capacidad para gastar sino en nuevos incrementos de deuda. Parece increíble: el gran colapso de 2008 se debía a esquemas financieros hiperendeudados.

Las políticas monetarias de los bancos centrales han creado un paraíso artificial. Vivimos en un época de abundancia de una liquidez, que, sin embargo, ha servido básicamente para la inflación de valor en activos financieros. Esas políticas expansivas, coordinadas, sirvieron como solución de emergencia y con carácter excepcional. Su mantenimiento en el tiempo (Draghi sólo ha levantado un poco el pie del acelerador) demuestran que hay un desconcierto sobre la forma de desliar la madeja y que ciertas circunstancias que las propiciaron aún no han desaparecido.

Les doy una mala noticia: en caso de nuevas turbulencias financieras (seguras, sólo queda por saber cuándo se producirán), el peor sitio para estar es Europa. Nuestros sistemas públicos soportan ya un nivel de gasto muy elevado en comparación, por ejemplo, a Estados Unidos y China. La presión política se encamina además a elevar aún más ese gasto. Que sólo se sostendrá con una mayor presión fiscal o crecimientos económicos superiores al 3% (sin deuda). Algo que en los últimos diez años no se ha producido. Y que a los políticos les costará admitir.

A España un pequeño estornudo en los mercados de deuda pública, un avance en la guerra proteccionista entre los dos gigantes o una retirada de estímulos por parte del Banco Central Europeo, puede provocarle no ya un resfriado, sino una pulmonía. ¿Por qué? Porque nuestra economía tiene una altísima dependencia del exterior y nuestra capacidad de endeudarnos es muy reducida.

Como explicaba Kahneman la mente humana posee una desconcertante limitación: tenemos una excesiva confianza en lo que creemos saber, y una manifiesta incapacidad de reconocer los límites de los que desconocemos. Así que solo proyectamos desde lo que creemos saber: El caos descansa en nosotros mismos.