Escritor

Hace algún tiempo los bautizos eran unos muermazos a los que iba uno con un humor de perros. Pero ahora son de lo más divertido. Sobre todo cuando llega la parte en la que el párroco pronuncia el nombre de la criatura.

--Usted dirá lo que quiera, señora, pero yo no puedo poner Belcebú a este niño.

--Y por qué no, si es un nombre precioso, y que además viene en la Biblia.

Para troncharse. Luego está esa otra parte no menos divertida en la que te acercas a felicitar a los abuelos y te corresponden al saludo con los ojos humillados, como si los pobres hubiesen sido sorprendidos en falta. La abuela, que se llama Josefina, sostiene en sus brazos a la recién nacida y le separa del rostro el velo de organdí para que puedas ver en todo su esplendor el nuevo brote de su raza. Ante los invitados hace de tripas corazón.

--No dirá usted que no es idéntica a mi hermana Manuela.

--Pues sí señora, lo será. ¿Y por qué entonces le han puesto Yenifé y no Manuela?

--Psch, ya ve, modernuras de la madre, que opina que llamarla como su tía es de catetos.

Y es que elegir un nombre no es nada fácil. El propio Dios, cuando Moisés le preguntó cómo se llamaba, titubeó un poco y, al no encontrar ninguno de su gusto, dijo: yo soy el que soy. Con dos cojones. Y eso que, a fin de cuentas, él está solo en el Paraíso, a la espera de la resurrección del último día, sin necesidad de nadie que lo llame por su nombre y lo ponga en un aprieto. Pero nosotros vamos por el mundo con nuestro nombre a cuestas, escuchándolo, soportándolo mil veces al día, como una denominación de origen que nos define. Porque nada de lo que nos pertenece nos es ajeno. Creemos muy alegremente que los nombres carecen de significado, pero siguen diciendo mucho de nosotros, de quiénes somos y de dónde venimos. Nunca creí que diría esto, pero reconozco que algo hay de aristocrático en heredar un nombre familiar, como si fuese un secreto de estirpe cuchicheado al oído. Lejos de la moda de imponer a los vástagos un nombre pergeñado con alevosía durante nueve meses, rotundo, excéntrico y fondeado de las páginas de vaya a saber usted que engendro literario, me admiran esos padres que no se dejan amilanar por ningún complejo y le regalan a su hijo un nombre sencillo, dócil y asequible.

Creo que si los reyes de España pusiesen a sus hijos nombres extranjeros, correría un malestar generalizado. Pero a ellos no les hace falta atribuirse falsas genealogías. Sólo a los que buscan la originalidad a toda costa, como un refugio de su sinsustancia. Que una cosa es pintarse el pelo de color zanahoria y otra muy distinta ponerle a tu hijo Ian o Brian, y más si eres de Almendralejo o de Cáceres o de Feria, porque luego pasa lo que pasa y el niño anda por el recreo escondiéndose de la lengua de amigos y profesores para que nadie lo llame a voces y lo agravien a oídos de las niñas.

--Beckham Jesús, cariño, cómete el bocadillo ahora mismo o se lo digo a tu madre.

Y al niño, con ese nombre, no le queda otro destino que hacerse nihilista o galán de telenovelas.

Algunos niños llegan a la pila bautismal con la entereza de un mariscal de campo, pero, al escuchar por primera vez ese sustantivo grotesco con el que lo castigan de por vida, se echan a llorar con un llanto que enternecería al corazón de piedra de las estatuas. Pero no a sus padres, que están henchidos de gozo tras bautizar a su hijo con un nombre encontrado en las páginas de una revista de la peluquería de la esquina. Y creerán que han hecho una gracia.