Al analizar la mala situación económica y laboral española y el diferencial negativo que separa nuestra crisis de la internacional, todos estamos de acuerdo en la perversidad de la burbuja inmobiliaria. Esencialmente especulativa, la impulsaron el mundo de la construcción y los ayuntamientos. Pero luego la respaldaron a fondo las entidades bancarias, la toleraron las demás administraciones y --ojo, pues el pecado fue colectivo-- la bendijo la opinión pública, entusiasmada de que cualquier inversión en ladrillo iniciase inmediatamente una carrera multiplicativa de su valor.

Las inercias centralistas heredadas de la vieja historia de España, y tanto el partidismo como el clientelismo desaforado del PP y del PSOE, están disimulando la otra gran burbuja que lastra nuestra situación económica: la burbuja administrativa, la excesiva dimensión y la irracionalidad de las capas institucionales que llevan sobre los hombros los ciudadanos y las empresas de este país.

Cuando se habla de que vivimos por encima de nuestras posibilidades, el latiguillo tiene tendencia a apuntar únicamente a la gente de la calle, como si el problema se ciñese al consumo individual cotidiano, o al nivel de los gastos extraordinarios de un ciudadano español medio, o a un excesivo recurso a la herramienta crediticia para finalidades no productivas. Pero circunscribir la crisis a eso es tan frívolo como otras explicaciones habituales: que en España los salarios son excesivos (cuando estamos en la franja baja de las remuneraciones entre los países desarrollados de Europa), o que, como desmintiendo a nuestros cuatro millones de parados, resulta excesivamente difícil despedir cuando hay dificultades económicas.

XNUESTRA BURBUJAx administrativa tiene en su base la deshonestidad con que la clase política dibujó nuestro modelo de Estado de las autonomías. Discursos aparte, desde el primer momento se frenó cualquier debate colectivo y en profundidad sobre lo que debía suponer la descentralización cara a una reducción efectiva y profunda de la Administración central. Por el contrario, como si hubiese dinero para todo, se tejió un argumento defensivo filosófico: la Administración central debía continuar, incluso en materias transferidas a las autonomías, para garantizar el sentido del Estado y salvaguardar la unidad esencial. Es decir, para controlar a las otras administraciones.

La traición a lo que debía ser políticamente el Estado de las autonomías y a la racionalidad económica nació así, convirtiendo sibilinamente a las otras administraciones en subordinadas de la central. Posiblemente, por desconfianza a que las administraciones autonómicas ejercieran con corrección su papel de instituciones del Estado (lo que provocó, naturalmente, que en muchos casos se situasen psicológica y operativamente enfrente y no junto a los ministerios), y por falta de coraje de los sucesivos gobiernos para asumir la conflictividad laboral que muy previsiblemente habría comportado una reducción real del personal de las instituciones radicadas en Madrid.

Con el paso del tiempo, esa irracionalidad política y económica no solo ha ido creciendo, sino que su espíritu se ha trasladado también a las relaciones entre las administraciones autonómicas y las locales. España se ha descentralizado mucho, pero en un proceso de superposición de administraciones, y no con una coordinación horizontal y una rentabilización de funciones entre ellas.

Por eso, por su menor peso político estructural, quienes al final pagan más nuestra penuria colectiva son los ayuntamientos, que, en su conjunto, pese a tener que realizar el gasto de la asistencia de proximidad a los ciudadanos, están muy lejos de disponer del 30% de los recursos públicos totales, la cifra ideal fijada por los expertos al estudiar la lógica de la distribución de los fondos. La falta de dinero es, por otra parte, lo que ha llevado en muchos casos a los ayuntamientos a apostar suicidamente por la burbuja inmobiliaria.

A este problema esencial hay que sumarle otro, que es el resultado de la falta de confianza y la firmeza de nuestro esquema institucional: los defectos iniciales de la Administración central han sido copiados después miméticamente por los otros peldaños del poder. El exceso de altos cargos formales, la profusión abusiva de cargos de confianza elegidos a dedo y remunerados sin la moderación y el control imprescindible, el desmadre de asesores y de entidades dependientes del presupuesto público rompen la posibilidad de que nos cuadren los números y de que sean razonables para lo que somos financiera, industrial, productiva y comercialmente hablando.

Ahora, la fuerza ahoga y desde el Parlamento nos hablan de la necesidad de un plan de austeridad para todos los niveles administrativos. Veremos si son palabras o, afortunadamente, eso se traduce en hechos. Pero no es solo una cuestión de aplicar tijeras: primero hay que volver a dibujar qué es y qué quiere ser en el plano del poder territorial este país.