La tercera prórroga concedida por la UE al Reino Unido tiene un carácter algo diferente a las dos anteriores. Ha salido adelante, pese a la resistencia francesa, porque las elecciones de diciembre próximo entrañan, al menos teóricamente, la posibilidad de poner orden al caos del último año. Si de las legislativas surge una mayoría revocatoria, no quedará más remedio que someter el brexit de nuevo a referéndum; si, por el contrario Boris Johnson logra la mayoría en el Parlamento, no quedará otra que aplicar el acuerdo cerrado por el premier con Bruselas. Dentro del acostumbrado galimatías asociado al brexit, este episodio es menos confuso que los anteriores. Por de pronto, los Veintisiete adelantan que la prórroga excluye la renegociación del acuerdo y exigen al Gobierno británico que se atenga a las obligaciones propias de un miembro de la UE, incluido el nombramiento de un comisario que se incorpore al equipo de Ursula von der Leyen. Ahora mismo todo es posible en una confrontación entre bandos defraudados: el conservador, porque el brexit nunca llega, y el europeísta, a causa de la tibieza de la dirección laborista en apoyo de la permanencia. Una vez más, la tozuda realidad se ha impuesto a las promesas grandilocuentes de Johnson, y ahora habrá que ver qué coste político tiene la tensa espera que se abre.