Muchas veces creo que ya estoy anestesiado para los restos, que asumo que los compromisos (trabajo, familia, facturas…) han tomado el mando de mi destino y que no me queda otra opción sino vivir «con los pies en la tierra.

Pero en otras ocasiones pienso que ese prurito por la aventura que experimenté en mi juventud no ha muerto del todo y que aún sería capaz -pongamos- de subirme a un coche y recorrer Estados Unidos de punta a punta sin otro objetivo que el de viajar por viajar, el de conocer nuevos mundos y añadir un nuevo episodio a mi existencia, un episodio que sea nuevo de verdad.

Eso es lo que hace el periodista italiano Cesare Fiumi en su libro Volver a la carretera, aunque en su caso el objetivo está predeterminado desde el principio: recorrer la ruta tomada sesenta años antes por el escritor Jack Kerouac y su amigo el indomable Neal Cassady, «el mejor conductor de América», cuyas malandanzas en común fueron recogidas por el primero en En el camino (1957). Hablamos del libro mítico que abanderó a los jóvenes norteamericanos de la posguerra en general y a los beatniks en particular, esos jóvenes reacios a seguir las costumbres conservadoras y adocenadas de sus padres.

La novela de Kerouac (y también el homenaje que le hace Cesare Fiumi) tienen la virtud -o quizá el defecto- de transmitir el deseo de esquivar las convenciones sociales y ofrecer la imprevisible carretera como vía de escape. Son libros que nos instan a la incertidumbre, al sueño de la libertad, a rescatar al explorador que llevamos dentro. Y de añadido nos hacen repensar Estados Unidos como ese magnífico escenario geográfico por el que deambularon colonos e indios mucho antes de que Kerouac hubiera nacido.

La literatura nunca podrá reemplazar al viaje real, pero es, junto al cine, el último recurso que tenemos algunos de volver a ser jóvenes sin necesidad de ponernos otra vez en la carretera.