La confrontación no es una querencia natural motivada para darle gusto al cuerpo político de nuestra sociedad, sino una tecnología de movilización de los propios, basada en la exacerbación del odio al adversario; es, por lo tanto, una estrategia inducida con una intención partidista y electoral. El PP la instaló para llegar al poder en 1993, ante la desesperación de la pérdida de unas elecciones que creía ganadas. En aquel contubernio, con el GAL como elemento movilizador, se demostró su utilidad y José María Aznar se instaló en la Moncloa. Casualmente, Baltasar Garzón también estaba en el epicentro de aquella trifulca.

En las últimas elecciones generales los dos partidos compartieron estrategia. Lo dijo Gabriel Elorriaga a The Financial Times y se le escapó a Zapatero cuando creía que el micrófono de Iñaki Gabilondo estaba cerrado. Al final, pudo más el miedo a la derecha que el catastrofismo de Rajoy . Ahora, Garzón es el instrumento útil para otra tensión política donde la lucha contra el franquismo, 35 años después de la muerte del dictador, es el elemento clave en un Madrid que ha vuelto a escuchar consignas de "¡no pasarán!" y "¡mañana, España, será republicana!", mientras un juez a punto de ser procesado amenaza con convertirse en el líder de una izquierda que, en vez de proyectar el futuro, está revisando el pasado.

El PP, sumergido en escándalos de corrupción, ha aceptado el reto de una metodología que le es consustancial y donde se encuentra cómodo; solo necesita apartar a los falangistas, que son cuatro, y que ya lo están de la querella contra Garzón, para que este nuevo escenario de bronca le sea transitable.

Se puede producir la paradoja de que el PP defienda la transición y la amnistía de 1977, mientras el PSOE abomina de la obra histórica de este partido para lograr la normalidad democrática. La esquizofrenia está servida y no está claro que dé resultado a ninguno de los dos partidos en un escenario de más de cuatro millones de parados y con la soga de Grecia amenazando el cuello de la economía española. Como en la mayoría de las guerras, el país quedará hecho unos zorros. Pero los generales se lo pasan de lo lindo.