Bien pudiera llamarse al año que vence el de la ira, otro año de la ira para mayor precisión, habida cuenta de que ya son muchas las anualidades, demasiadas, que se han ganado a pulso este nombre. En el empeño o divertimento de dividir en años el flujo de la historia, 2016 no desmerece a los que lo precedieron por su colección de víctimas inocentes. Bruselas, Niza, Estambul, Múnich, Ankara, Berlín, diferentes lugares ensangrentados de Irak y de Afganistán, y otros muchos lugares han sufrido la ira aniquiladora. Y, claro, Alepo, compendio de la vesania propia de los verdugos, el oportunismo de sus aliados y la inoperancia internacional para contener la carnicería.

Bien pudiera llamarse también año de la ira a este 2016 en su última curva por el descontento con las élites gobernantes de capas sociales cada vez más nutridas, desconcertadas o defraudadas, terreno abonado para que proliferen y se suban al puente de mando los especialistas en simplificar los problemas, en los profetas de una configuración binaria de la política: nosotros y ellos, conmigo o contra mí, austeridad económica o compromiso social, connacionales y foráneos, blancos y negros... Nada nuevo bajo el sol, salvo que los profesionales de la simplificación y los planteamientos binarios ocupan un espacio cada vez mayor, de Trump a los propagandistas del brexit, de la derecha francesa, cada vez más extrema para neutralizar a la extrema derecha, a los demagogos de Alternativa por Alemania, tan inquietantemente ultranacionalistas.

Un sentimiento de resignación colectiva se ha instalado en el seno de sociedades prósperas, pero asustadas. Los fabricantes de disculpas retorcidas han sido ágiles en producir argumentarios para justificar lo injustificable ante una opinión pública dispuesta a aceptar la política del mal menor. Que los refugiados se hacinen en Turquía es un desastre, pero es preferible a que penetren en Europa con sus necesidades acuciantes, religión y costumbres; que las políticas de seguridad lesionen los estándares de libertad más allá de todo sentido es un baldón en la tradición occidental, pero hay que pechar con ello porque, se dice, no hay alternativa.

El politólogo Michael Ignatieff escribió en el 2004 (Al Qaeda en todos los telediarios): «La libertad debe establecer un límite a las medidas que empleamos para mantenerla». Son demasiados los poseídos por la tentación de saltarse los límites y son cada día más los dispuestos a aceptar que se haga, como si un fatalismo insuperable los indujera a pensar que el futuro depende de la mano dura del presente. Una reacción iracunda que acrecienta la inseguridad, porque nada resulta más inseguro que recortar la libertad, mediatizarla, someterla a la lógica de cuantos piensan en nuestro tiempo que la ira es un programa político y no una reacción visceral. Ahí está el cadáver del embajador ruso en Turquía para atestiguar que el único fruto de la ira es más ira en otro año de la ira.