Uno de los conceptos democráticos más hermosos es el de "voluntad popular": la expresión de una sociedad sobre quién y cómo quiere que la gobierne. El "contrato social" que determinó Jean Jacques Rousseau en los prolegómenos de la Revolución Francesa.

Ante la imposibilidad de que cuarenta y seis millones de personas decidan en asamblea o de referendos permanentes para recabar opinión, se ha decidido elegir a unos representantes de entre nosotros que interpreten y apliquen esa voluntad popular.

Entre las formas de aplicación de esta bella idea, en España elegimos en 1978 quizá la mejor: el sistema parlamentario. Fórmula que obliga a que los representantes, espejo de nuestra propia heterogeneidad, expongan sus ideas, las debatan y lleguen a consensos en torno a ellas.

Aquellos constitucionalistas, hábiles e inteligentes, bajo el recuerdo de una guerra y una dictadura, diseñaron un sistema parlamentario que tendiera hacia la estabilidad respetando las minorías. Eso generó un bipartidismo matizado por los nacionalismos, dominante desde 1982 hasta 2015, al que le ha llegado la fecha de caducidad.

Ahora, una ciudadanía acostumbrada a esa estabilidad y unos partidos políticos clásicos con fuertes inercias organizacionales, estamos, todos en general pero más las ejecutivas de esos partidos, como pollos sin cabeza.

El reto de interpretar la voluntad popular del 20-D es más sencillo de lo que parece. Pero para verlo con lucidez hay que quitarse los ropajes institucionales y las gafas partidistas. Desnudarse, en fin, ante la ciudadanía. Es duro, da vergüenza, pero ha llegado el momento.

Lo primero que nos dice el resultado del 20-D, desde la perspectiva "partidos clásicos/partidos nuevos" es que se quiere un cambio. A los clásicos se les imposibilita moverse sin los nuevos, a los cuales se les otorga la fuerza limitada del 34,59% del voto.

XLO SEGUNDOx que nos dictan las urnas, desde la óptica "centroderecha/centroizquierda" es que la ciudadanía ha apostado por el centroizquierda (49,6%) respecto al centroderecha (46,43%), con una pequeña diferencia que hay que considerar.

Lo tercero que debemos leer en el resultado, en el eje "centralismo/nacionalismos" es que las formaciones que concurrían con un cuestionamiento del statu quo territorial (vía referendos o vía secesión) suman un 31,37%. Este es un dato importantísimo que no se puede soslayar.

Así que tenemos: una obligación de diálogo (sin mayorías absolutas), una necesaria integración de quienes desean cambios en el statu quo territorial (31,37%), un gobierno de centro izquierda (49,6%) y un esquema donde los partidos nacionales clásicos sigan predominando (54,4%) pero con un importante peso de los nuevos (34,59%).

Escribí aquí el 28 de diciembre que, dada la complejidad y profundidad de las reformas a afrontar, lo ideal sería un gobierno de concentración que pudiera aunar todo lo dicho en el párrafo anterior. Pero esa fórmula se hace imposible porque el PP excluye a Podemos (más de cinco millones de votos) y Podemos al PP (más de siete millones).

DESCARTADA esa opción, parece evidente que lo que la voluntad popular expresó en las urnas el pasado 20 de diciembre es que desea un gobierno de cambio (que ahora no puede representar el PP), liderado por el partido clásico de centroizquierda (el PSOE) y con un importante peso de los nuevos partidos (Podemos y Ciudadanos).

Lo ideal, pues, es que Pedro Sánchez presidiera un gobierno de centroizquierda, donde los cinco millones de votos de Podemos estuvieran bien representados, y donde el centroderecha reformista que pretende Ciudadanos lo estuviera en menor medida. El problema es que Ciudadanos se enroca en el statu quo territorial actual, que más de un tercio de los votantes quiere cambiar.

Eso aboca a un acuerdo de cambio y de centroizquierda entre PSOE, Podemos e IU (más de once millones y medio de votos, 46,34%) que debería estar abierto desde el primer día a un diálogo permanente con PP y Ciudadanos (más de diez millones y medio, 42,65%). Un gobierno que priorice consenso en las cuestiones sociales a corto plazo, y que abra diálogo en lo territorial para el medio y largo plazo.

Quienes apuestan por un acercamiento entre PP y PSOE olvidan claramente la voluntad popular. Olvidan que son dos partidos enfrentados casi genéticamente; olvidan que ninguno de los dos concurrió a las urnas prometiendo pactar con el otro; y olvidan que no más del 5% de los españoles (según todos los sondeos) quieren eso.

No es tan difícil, pues, interpretar la voluntad popular. Lo que es difícil es salir de las inercias propias de los partidos clásicos, donde la lucha por el poder y la supervivencia como organización importan más que el deseo ciudadano. Eso es lo que les está castigando y eso es lo que les seguirá castigando hasta su desaparición si no rectifican a tiempo. Una de las fronteras nítidas entre vieja y nueva política.