Recuerdas cuando era pequeño y te daba tantos besos, y se dejaba abrazar. La de veces que se despertaba por las noches y te reclamaba a grito pelado desde la habitación para decirte que no le dejaras solo porque veía muchos bichos y le daba miedo; y tú, más dormido que despierto, te quedabas sentado en el borde de su cama dándole la mano, hasta que te asegurabas de que había vuelto a dormirse.

Regresabas entonces a tu habitación e intentabas conciliar el sueño con la esperanza de que no tuviera una nueva pesadilla e interrumpiera tu descanso. No olvidas su primer día de colegio, su semblante circunspecto, su desconcierto y su rostro entristecido cuando te marchabas; y sus ojos chispeantes y su sonrisa interminable al verte de nuevo, cuando volviste a por él al terminar su primer día de cole.

Recuerdas la paciencia que tuviste para enseñarle a montar en bicicleta y a nadar, cuántas veces te bañaste sin ganas porque él quería jugar con alguien en el agua. Luego llegó su adolescencia y sus gestos infantiles se fueron esfumando de su cara, que se llenó de granos y se pobló de oscuro vello bajo su nariz.

Recuerdas el día que le pillaste fumando en compañía de sus amigos en un banco del parque; y tú, con un cigarro en la mano, le dijiste que acababa de adquirir un vicio muy dañino para la salud y que quizá aún estuviera a tiempo de dejarlo. Tienes en mente su expresión de hastío y resignación cuando le hablabas sobre la peligrosidad de las drogas y del alcohol, tú querías mantener una charla instructiva y desenfadada a la vez para que él se sintiera relajado y cercano, pero sabes que captaba tu discurso como el típico sermón paternal. También retienes en la memoria aquel momento que intentaste orientarle sobre las relaciones sexuales y las precauciones que debía tomar; te ríes al recordar su actitud esquiva y tus circunloquios. Ahora le miras y ves en él a un joven como el que tú fuiste, pero eso no puede impedir que te comportes como el padre temeroso y protector que tú tuviste.