El siguiente paso es ponerse a quemar libros en las plazas», alguien cierra la conversación. Un grupo de españoles en el extranjero debatía incrédulo ante los tintes autoritarios que el país está tomando.

Dentro ya es difícil pero fuera de nuestras fronteras resulta imposible justificar lo que ha ocurrido esta semana. Allí, donde todavía tenemos que cargar con el tufillo de la leyenda negra no hay forma de defender lo indefendible en una supuesta democracia: la censura.

Hoy no tenemos a ningún Torquemada visible que atice y ordene ejecutar a los herejes pero sí a todas las instituciones del Estado más centradas en acallar las voces disidentes que en resolver los problemas del país.

Un rapero condenado a tres años y medio de prisión por injurias a la Corona, un libro confiscado por exponer los lazos entre el narcotráfico y la política y una obra de arte retirada por hablar de «presos políticos». Ese es el triste balance de la semana (hasta este preciso momento).

Una clase política que discute sobre la (no)letra del himno nacional mientras nuestros abuelos se echan a la calle para reclamar una pensión digna. Una Justicia en pie de guerra contra la blasfemias mientras campan en libertad los que saquearon el país a manos llenas. Para finalizar añadimos políticos en el exilio denunciando la falta de separación de poderes en el Estado y nos queda el cóctel perfecto. Marca España.

Una democracia que no acepta la disidencia, por muy estúpida o de mal gusto que ésta sea, está como mínimo enferma. Una democracia que no acepta el arte como forma de controversia está adoptando el despotismo irremediablemente. Que España sigue siendo un país caciquista ya lo sabíamos hace tiempo, pero con estas actuaciones ya no es posible tapar nuestras vergüenzas de puertas para afuera.

Hasta el periódico The New York Times afirmaba esta semana que «ya sea por ley o por intimidación, España se ha convertido en un país donde los riesgos de la libre expresión han aumentado silenciosamente en los últimos años».

No lo podemos permitir. Porque si ya perdemos el derecho a la crítica en este país, ¿qué nos queda?