Licenciado en Filología

Parece cierto que las ciudades políticas tienen un olor, una atmósfera psicológica y un paisaje propios. Si uno pasea por Bruselas y Mérida lo detecta.

En Bruselas uno ve la construcción, --las formas lorquianas que buscan el cristal-- y con las formas, el fondo, la integración, la agilidad, la modernidad, el intercambio. Por sus calles van gentes disímiles detrás de la misma idea; sus parques se llenan, a la mañana y la tarde, de vistosos e informales jóvenes con bocadillo, ensalada y botella de agua y el escapulario laico que les acredita como ciudadano europeo y su pie de página, laissez entrer : es la imagen de la Europa una y múltiple, babé lingüística que lucha por ser y entenderse.

En Mérida ve la uniformidad: traje, corbata y camisa apastelada. El letrero de llamen antes de entrar o la cantinela de está reunido ", sin un jean inconformista, un jersey de la transición, ni una gorra/coña marinera como la de Juan Rosco, diferente, desafiante. Es un paisaje sacio: trajes abandonados que pesan tanto sobre los hombros/ que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas , de manga ancha y monótonas hileras donde, como en Berceo, nada brilla, si no es la confusión: a día de la fecha se rumorea que en la capital nadie sabe quién es quién en algunas consejerías y en algunos trajes.

La tendencia a la uniformidad se opone a la diferenciación que suele encontrarse como característica de las etapas de progresión y avance de las sociedades, las civilizaciones y las culturas. Cuando ese impulso vital se paraliza surge lo cursi y gomoso, algo que gatea agobiantemente por los muros del Conventual y la vieja calle Morería.

Ese paisaje dominguero, de lunes a viernes, bien pudiera lograr, por fin, que el hábito haga al monje. La culpa, en todo caso, es de algunos sastres que además de llevar tiempo tomando mal las medidas, siguen dando puntadas sin hilo.