TLtos discursos de los mandatarios políticos, sociales y religiosos tienen un problema. Cuesta Dios y ayuda que nos los creamos. Muchas veces nos llevamos la mano a la cartera tras oírles, sabedores de que ocurrirá lo contrario de lo que proclaman. ¿Qué hemos de pensar cuando escuchamos palabras como las que hemos oído del papa Francisco durante su viaje a Brasil? Bergoglio, máximo representante de una institución cuya jerarquía choca de bruces con la esencia de la doctrina que dice defender, no ha dudado en agarrarse a la bandera de los indignados e instar a los jóvenes a encabezar los cambios que piden el mundo y la base social de la Iglesia católica. El papa Francisco ha entrado en el Vaticano como un elefante en una cacharrería. De momento, ha abierto una investigación para poner orden en las finanzas vaticanas. Ha anunciado además una reforma penal para castigar más duramente la pederastia cometida por los clérigos y dijo no ser quién para criticar a los gays.

No cuesta mucho imaginar las ampollas que debe haber provocado el Papa en la curia con sus primeras acciones y sus primeros discursos. Bergoglio no ha dudado tampoco en acompañar sus palabras de gestos. El papa argentino ha tuneado el papamóvil, que ha quedado en una especie de humilde Mehari con techo transparente. Además, se ha cepillado la tradición de viajar a todo trapo en el avión. Dicen los vaticanólogos que se ha limitado a pedir espacio para poder estirar las piernas en el avión y que el vuelo aterrice en Fiumicino, como hacen el resto de los mortales. Palabras de giro social (muy leve en doctrina sexual), renuncia a los lujos de la Iglesia, gestos mirando a la gradería... ¿Son solo espuma? Es pronto para saberlo. El escepticismo, sin embargo, está justificado. No porque Bergoglio sea digno de desconfianza, sino porque los de siempre le corten las alas.