Se llamaban Mari Aldana y Ana Pajares, la Piti, para los amigos. Jugábamos al baloncesto en el mismo equipo, cuando la vida parecía un verano interminable que acaba de terminar ahora. Como todos los jóvenes, igual que en el poema de Gil de Biedma, nosotras veníamos a llevarnos el mundo por delante. Una vez, durante unas 24 horas de baloncesto, dormimos en un coche al lado de las pistas, y la Piti se levantó con la cara grabada con los dibujos del balón que le había servido de almohada. Aun así, seguía siendo la más guapa. La vida no podía ir en serio durante aquellas tardes en que formábamos los equipos, y entrenábamos a nuestra peculiar manera, como si no hubiera un mañana. Veo sus fotos de entonces y seguimos siendo los mismos, aunque acaben de irse, dejando la tarde destemplada.

Nunca pensé que las pérdidas podían irse acumulando, como gotas de agua, sin rebasar nunca el vaso. La vida sigue, nos decimos, y nada resulta más cierto. Los días pasan y su hojarasca forma estratos. Pero sucede, como hoy, que se abre paso el recuerdo de un temblor, de aquella vez en Jaraíz, de una canasta decisiva o de una simple risa de diecisiete años que se ha perdido para siempre. Tenían mi edad, año más, año menos. Parecíamos a salvo, como el resto del mundo. Ahora ya da todo lo mismo, hasta esto que escribo. Las palabras más hermosas, las únicas que pueden dar y devolver vida, no se encuentran en las listas con que nos castigan los periódicos o internet de cuando en cuando. No son amor, madre, paz, estrella. Ni etéreo, melifluo o inefable. No suenan bien, nada tienen que ver con la poesía. O sí, pero de otro modo. Ningún soneto se ha escrito con benigno, operable, negativo; pero con estas tres palabras, la vida vuelve a ser una tarde de verano interminable, al menos, por ahora. Y eso basta.

* Profesora y escritora.