En Cáceres, como es sabido, la estatua ecuestre de Hernán Cortés no es sino «el caballo» y la de Nezahualcóyotl es «el indio», igual que en Badajoz, los bustos de los Tres Poetas (Jesús Delgado Valhondo, Manuel Pacheco y Luis Álvarez Lencero) son «las cabezas». Hay otra estatua en Cáceres, la de Alfonso IX, rey de León que arrebató nuestra ciudad a los musulmanes, situada en una rotonda, pero de esta nadie se acuerda, y no se habla de la estatua «del rey», y eso que lo es como mandan los cánones: con su capa y su corona, su barba poblada y su pose majestuosa, como los reyes de la baraja española. Últimamente me había fijado mucho en ella y me acordaba de nuestro monarca, que parecía tan inmóvil como ese rey de baraja.

Como la mayoría de los españoles, nunca he sido monárquico, pero igual que la mayoría, aceptaba la monarquía como mal menor (como decía una amiga, mejor Juan Carlos de rey que Aznar de presidente de la República). Nos habían vendido siempre que el rey es «nuestro mejor embajador» y parece en efecto que para hacer negocios con sátrapas de Oriente Medio acogen mejor a alguien que, como ellos, no ha pasado por las urnas. Pero aceptando eso, y que su cometido se limite a representar y entregar premios, viviendo a cambio como un rey, dado lo que cuesta, pensaba que debíamos esperar que el rey, como un comodín que puede resolver una partida atascada, intervenga a veces como intermediario.

Para mi sorpresa, esa esperanza se cumplió, aunque sea con la habitual discreción de Felipe VI, que siempre ha querido mantener un perfil bajo, pues aprendió de su padre que lo principal, para seguir viviendo como un rey, es no meter la pata y solo se había salido del guion para pronunciar un discurso, no muy afortunado, en octubre de 2017, tras el referéndum ilegal en Cataluña.

En su tradicional «posado» familiar en Mallorca, el rey no dejó solo fotos para la prensa rosa, sino también palabras de calado político, declarando que «lo mejor es encontrar una solución antes de ir a elecciones». A buen entendedor, pocas palabras bastan, aunque Pedro Sánchez, tras su reunión del miércoles, parece no haberse dado por enterado. El presidente en funciones ha ganado ya muchas apuestas, que parecían imposibles: primero vencer en las primarias a Susana Díaz, contra los pesos pesados de su partido; después sacar adelante la primera moción de censura exitosa de nuestra democracia; y finalmente, tras pedirle la derecha todo el tiempo elecciones a las que creían que tenía miedo, convocarlas y ganarlas, con casi el doble de escaños que el PP. Pero cualquiera sabe que hay un momento en el que hay que recoger ganancias e irse a casa (a la Moncloa, en este caso), y no apostar al todo o nada, como serían unas nuevas elecciones. Y el rival, en esta partida, no es Podemos, sino la derecha una y trina, que al final se funde en un abrazo aunque unos vayan de regeneradores y otros carguen con toneladas de corrupción.

Felipe VI sabe que las elecciones las ganó la izquierda y que es sana la alternancia: ahora es su turno, ya gobernará la derecha en unos años. Si no es cuestión de volver al turnismo canovista del siglo XIX, más nociva es la política de frentes que niega el agua al rival. Tampoco hay duda de que, desde que el PSOE llegó al poder, las aguas en Cataluña bajan más tranquilas, y que un tripartito de derechas exacerbaría de nuevo las tensiones territoriales, impidiendo hablar de temas más importantes.

Por otra parte, ¿cómo reaccionarían los partidos de la derecha si el rey les sugiriese la abstención por el bien de España? ¿Se volverían republicanos? Quizá sí, empezando por la nueva portavoz del PP, esa marquesa de acento argentino que logró que en las últimas elecciones su partido casi desapareciera de Cataluña.

*Escritor.