Escritor

Cansado de no darle un palo al agua durante dos años, salió a la calle a darle un palo al señor Fidalgo, el más alto cargo que encontró a mano, a ver si caía algo.

Nadie se aclara cómo pudo suceder la tal agresión, pero lo que sí quedó claro es que el mundo obrero ha tomado dos caminos bien distintos; uno, el que siguen los dirigentes, empecinados en la parafernalia del puño en alto, la barba en flor y la Internacional a toda pastilla, y otro, el del personal de a pie, que ya no está por la estética marxista ni por la canción exaltada, y que lo que quiere es tiempo libre los domingos para limpiar los guardabarros del coche, y un sueldo honrado y puntual los días cinco de cada mes.

Apuesto mi álbum de Pokemon que cuaja antes en el pecho desagradecido del gentío el nuevo himno del Atlético de Madrid que la letra centenaria de la Internacional. Si la dieran acaso al alimón con uno de los discos de Chenoa o floreciese en el repertorio cotidiano de Radio Hornachos, no digo yo que no, pero así, a palo seco, no hay estómago que la digiera, ni tan siquiera en el Día del Trabajo, que es día de palos en alto.

El mundo obrero, sin duda, le debe mucho, casi todo, al sindicalismo; pero es de ilusos pedirle a un obrero sin trabajo, sindicado, sincronizado y de Sintel que tenga, junto a la cartilla del paro, paciencia y buen humor.

Los cerebros sindicales reconozco que han abierto un camino hacia el futuro, pero lo que pasa es que el obrero ha decidido tomar otro rumbo, ha evolucionado hacia el confort, el consumismo y la estética americana. Nada más triste, entonces, que esa imagen reciente de los líderes sindicalistas con el puño en alto, embarbecidos los rostros y embarbiscadas las bocas por un himno que nadie coreaba, sino que la muchedumbre gritaba sus consignas particulares, sus insultos y sus reivindicaciones privadas en un divorcio descarado y sin máscaras que quedó bien patente ante las cámaras de televisión.

Todo lo dicho no significa que yo esté de acuerdo con el palo al señor Fidalgo, ni mucho menos, pero hay que reconocer que, si ante el cerco de un centenar de personas enfurecidas reclamándote explicaciones por lo que ellos consideran una mala gestión, tú vas y te pones a cantar la Internacional o a prometer lo mismo de todos los años, lo más lógico es que ocurra alguna desgracia. Aunque entiendo que del mismo modo que al obrero, por muy bien que le vaya la vida, se le supone la obligación de exigir mejoras laborales, al político, como a los curas, se le supone la obligación de prometer una vida mejor, que nunca es de este mundo. Por eso, por ese desencuentro ideológico, ocurren las cosas que ocurren. La cuestión radica en saber a qué bando pertenece cada quien, al de los que piden o al de los que prometen.

Y al final de la jornada, y como moraleja, el señor Fidalgo, en un gesto que lo engrandece, va y perdona al agresor.

Pero yo me imagino a este iracundo manifestante rumiando en casa la dimensión del golpe, cabizbajo, contrito, pensado para sus adentros que el perdón es una cosa que está requetebien, pues es sabido que donde no hay pan buenas son tortas, pero que mejor, muchísimo mejor que el perdón, le vendría un puesto de trabajo, aunque fuese de líder sindical.