Cuando Margaret Thatcher -siguiendo la recia tradición nominalista de los filósofos británicos- dijo aquello de que «no existe la sociedad, sino solo (el esfuerzo de) los individuos», olvidaba que aquello con que emitía su proclama ultraliberal, y la proclama misma, pertenecían sin remedio a la esfera de lo social y lo común -desde lo común a la especie de su cerebro a lo común del lenguaje y las ideas desde las que hablaba-.

Un poco antes, el filósofo John Rawls especulaba con la irrelevancia de la noción de «mérito»: poseer o no poseer las capacidades y recursos que determinada sociedad valora -decía-, incluyendo la voluntad para lograrlos, no depende tanto del esfuerzo individual como del azar natural y el entorno sociocultural al que se pertenece. Según Rawls, una sociedad justa -incluso en términos liberales- ha de compensar esas desigualdades inmerecidas revirtiendo a la comunidad el fruto del trabajo y el talento de los más afortunados.

Desde hace años prende el discurso en torno a la vieja noción de lo común (Christian Laval y Pierre Dardot), una noción que cuestiona los fundamentos filosóficos, jurídicos y económicos del capitalismo y la propiedad privada. El discurso -una vez se le desnuda de sus vertientes sectarias- es sencillo: todo aquello que interesa de modo imperioso a todos, y en torno a lo cual se articulan las prácticas comunitarias más fundamentales, no puede estar al servicio del interés particular de nadie. A todos nos interesa igualmente comer, beber, respirar, desplazarnos, disponer de un techo, comunicarnos, estar sanos y educar y desarrollar nuestro talento; así que la tierra, el agua, el medio ambiente, la energía, la vivienda, el acceso a los medios de comunicación, a la salud, a la educación y al trabajo no son cosas que se deban dejar exclusivamente en manos de un mercado que ha transgredido insistentemente todo marco de referencia político y comunitario.

Estas tres consideraciones -la naturaleza social del individuo, el carácter mítico de la idea de «mérito» y la necesidad de gestionar en común lo común- deberían estar más claras en situaciones como las que vivimos ahora, en las que redescubrimos con nitidez nuestra dependencia de los demás, la vulnerabilidad colectiva ante un virus que no hace distinciones individuales, y la necesidad de un denodado esfuerzo comunitario para salir con bien de la que se nos avecina. Esto último es importante. Un esfuerzo de tal magnitud precisa de una gran confianza en el valor y sentido de la comunidad, algo que se fortalece gestionando juntos aquello que nos importa a todos: la energía, los recursos básicos, el empleo, la vivienda, la salud, la educación, la investigación e incluso el software -no debería poder ser, por ejemplo, que las redes que nos permiten comunicarnos (o educar o administrar justicia…), o los programas de investigación de los que depende la salud de todos, estén, como ahora mismo están, en manos de corporaciones privadas-.

¿Qué esto es una forma de socialismo o comunismo elemental? Tal vez ¿Y qué? Las críticas al comunismo suelen centrarse en su ineficacia o impracticabilidad (es demasiado bueno para nosotros, pecadores y codiciosos como somos, decían ya los teólogos cristianos) y a la violencia, brutal, con que ha intentado históricamente imponerse. ¿Pero podría ser que las cosas cambiasen? ¿Que empezáramos a entender que, en un mundo políticamente descontrolado, con extremos de desigualdad nunca vistos, sujeto a una catástrofe climática inminente y ala competencia feroz por recursos cada vez más escasos, lo último que se necesita es «más mercado» o contentarse con fórmulas apenas simbólicas de control estatal e internacional del mismo?

Y no se asusten, no es el «espectro de Marx» lo que invocamos, sino solo la conciencia de que aquello que ha asegurado nuestro éxito como especie y como individuos -la cooperación y el espíritu comunitario- se atrofiará si no se ejercita en lo mismo que los filósofos clásicos entendían como fundamento de la virtud cívica y política: la gestión colectiva de lo que necesariamente nos afecta a todos. ¿No les parece de sentido común?

* Profesor de filosofía