TMtuchos medios de comunicación han calificado de inesperada la muerte de Michael Jackson . Sin embargo, ninguna muerte es inesperada; la muerte es la única cosa que podemos esperar en la seguridad absoluta de que no será una espera en balde. Acaso pudiera calificarse mejor ese deceso como súbito, pero tampoco, pues no sólo la muerte es siempre súbita, que llega de un instante a otro, sino que el célebre cantante de color indeterminado venía matándose, desde hace mucho tiempo, poco a poco. Y todo por tenerle un pánico cerval a la vida.

Michael Jackson padecía, como se sabe, de paranoia o manía persecutoria respecto a los virus, esos organismos elementales tan característicos de la existencia. Vivió, o pretendió vivir, encapsulado, embozado permanentemente por miedo a pillar algo, cualquier cosa, pero donde su miedo a la vida se hacía más ostensible y patético era en su relación con el tiempo. Odiaba el tiempo, el paso del tiempo y creía, el pobre, en cirugías imposibles para estabularlo. Su conocida obsesión por desteñirse escondía, en realidad, otra, la de hacerse niño, bebé, feto casi. O sea, que quería ir para atrás, pero sin darse cuenta, por su escasa cultura, de que lo mismo da ir hacia adelante o hacia atrás en el círculo de la vida. Ahora bien, lo que acabó de rematar al infortunado artista americano fue estar podrido de dinero, esto es, no encontrar el menor freno a la delirante ejecución de sus caprichos y, desde luego, contar entre su servidumbre con un macabro plantel de médicos codiciosos, complacientes y charlatanes.

Al parecer, la causa última de su defunción ha sido el consumo masivo y cruzado de medicamentos para todo. Su miedo a la vida se exacerbaba, claro, con el espanto ante la enfermedad: nunca confió en que su cuerpo, del que despreciaba hasta el color, pudiera hacer algo contra un simple catarro. Le tenía miedo a todo, pero a diferencia de los demás, que también tenemos miedo a todo, estaba forrado de dinero y creía que eso sirve para espantar los virus y detener el paso del tiempo.